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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

Un lugar donde quedarse

El paisajista, ingeniero agrónomo y entomólogo Gilles Clément recuerda en ‘El salón del perejil gigante’ la construcción de su propia casa, en los años setenta, ya desconectada de la red eléctrica y rodeada de un jardín en movimiento

Anatxu Zabalbeascoa
Retrato del paisajista Gilles Clément.
Retrato del paisajista Gilles Clément.Julie Glassberg (Julie Glassberg)

“Las plantas se exponen, los animales se cobijan” con esa certeza, el paisajista y ensayista Gilles Clément (1946) concluyó que necesitaba una casa. Corría el año 1978. Las relaciones con su padre no eran buenas, de hecho apenas existían, y su acceso a la vivienda familiar no era fácil ni cómodo ni, en realidad, apenas posible. Así, Clément —que había recorrido el mundo estudiando las mariposas y la vegetación— decidió que su casa tenía que ser un paisaje. Y se puso a buscarlo.

Esta es la historia que cuenta en su último libro traducido al castellano: El salón del perejil gigante (Elba), un cruce entre una denuncia sobre las causas de la deforestación del planeta, el vilipendiado derecho a una vivienda y una memoria personal que se inicia reflexionando con que hoy, con 78 años, Clément no ha resuelto la relación con la propiedad “esa dolorosa cuestión, estar en algún lugar” y termina… vamos a dejar que lean el libro. De manera luminosa.

Para este ingeniero agrónomo la experiencia contiene el saber, pero también su desgaste. Esto es: el replanteamiento. Y lo que se replanteó, con 32 años, fue cómo quería que fuese su lugar en el mundo. Clément está a la vez solo “las palabras exactas para las minúsculas circunstancias que adornan mi soledad” —eso es su casa— y acompañado: “Mi infancia que descubro paso a paso y el inaccesible lugar de la ternura”.

Vivienda construida por Gilles Clément en la campiña de Creuse, en una imagen cedida por Elba Editorial.
Vivienda construida por Gilles Clément en la campiña de Creuse, en una imagen cedida por Elba Editorial.

Tenemos el marco. La aventura es la de este entomólogo mundano buscando un lugar donde quedarse. “Busco un jardín. Lo quiero en un claro, perdido pero bien ubicado, un lugar donde la única violencia pertenezca a la cadena natural de la depredación: el lagarto y la mosca, el topo y la lombriz”. Quiere una casa paradójica y calmante: “Cómoda en cualquier estación, un lugar de equilibrio, un belvedere interior. Busco al niño: alguien en mí, abierto a la extrañeza”.

En esa búsqueda de un lugar, que es en realidad una morada, se pregunta si es mejor tener alejado el conocimiento para poder convivir. Mira los precios, huye. Regresa. Y está alerta, buscar una casa es saber dónde están tus cimientos, también dónde has decidido no arraigar: “Sé de dónde vengo. Por eso he tenido que alejarme. Este es el viaje, el único digno, el único que me permite saber el lugar donde vivo”. ¿Es la casa el primer viaje a uno mismo?

Clément tiene la sensación de encontrar una vivienda propia cuando da con el terreno que le permite ser. Y se puede permitir: “Le conviene al animal que hay en mí”. Decide entonces “abandonar el dibujo de casas ideales, inventar una arquitectura que se adapte al jardín”. Y reflexiona: “Carentes de bienes y dinero, no tenemos más que la confianza en nosotros mismos y esta lo llena todo: nuestro banco es el universo. Nos coloca frente a una libertad a la que ninguna sociedad organizada es capaz de acceder con serenidad: el derecho a equivocarse”.

Portada del libro 'El salón del perejil gigante', cedida por Elba Editorial.
Portada del libro 'El salón del perejil gigante', cedida por Elba Editorial.

En esas fechas, los años setenta del siglo pasado, cuando dio con el lugar y comenzó a cultivar y observar el terreno la expresión “desarrollo sostenible no existe”. “En entorno humano —el vecindario— considera esto como un simple delirio, un brote de acné”. Así, sin tocar la vegetación, comenzó la obra, “combinación de bruscas fantasías y técnicas precisas”.

La casa es así lugar. No se limita a los muros. “Nadie puede dictar las leyes de la ordenación del interior. Ni tampoco de la ordenación del alma”, escribe. Tiene una casa de cinco hectáreas en la que solo 100 metros cuadrados están bajo cubierta. Los cambios “energéticos” están en el jardín. Y los ha propiciado el Heracleum, justamente el perejil gigante: algo que es a la vez “arquitectura y un acontecimiento, una celebridad y un vagabundo”.

Ya en casa, Clément se pregunta cómo una caldera de leña o gasóleo puede depender de la electricidad: “Cómo han permitido hacer deliberadamente que una fuente de energía dependiera de otra fuente de energía prohibiendo la gestión autónoma de la energía”. Habla también de un mundo desvelado y se pregunta si eso tendrá alguna relación con las farolas encendidas toda la noche.

Entre todos los electrodomésticas de una casa Clément salva a uno: la lavadora -que ahorra tiempo y espacio-. En su vivienda el resto faltan, pero no hacen falta. Al final, quiere pensar que su casa, más allá de acabarse, seguirá floreciendo. ¿De qué sirve establecer la geografía de un lugar donde lo importante no es la posición de los objetos sino la posibilidad de vincularlos a un momento?

Clément invita a celebrar lo ordinario: la ordinaria extravagancia de la naturaleza. “Lo ordinario de los animales humanos que se rigen por sus deseos y no por sus cálculos”.

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