São Miguel, retrato cinematográfico de la isla LGTBIQ+
Cláudia Varejão propone en el festival de Venecia una película por la que se mudó a las Azores, se pasó años investigando a su comunidad ‘queer’ y hasta abrió un centro de apoyo en el archipiélago
Sola, frente al mar, Cláudia Varejão observaba. A su alrededor, todo le resultaba nuevo. Los pescadores que limpiaban sus redes. Y el pueblo entero de Rabo de Peixe, ubicado en una de las zonas más pobres de Portugal, en la isla de São Miguel, Azores. Al fin y al cabo, había llegado ese mismo día. “Eran hombres con la piel marcada por el sol y por la vida, con cuerpos tatuados y expresiones muy duras”, recuerda la cineasta. Cuenta que, de golpe, apareció un grupo de chicas, entre 15 y 18 años, con vestidos muy cortos y maquilladísimas. “Cuando pasaron junto a mí, me sonrieron y me di cuenta de que todas eran trans”, agrega. Al dejarla atrás, las jóvenes se dirigieron hacia los pescadores. La directora confiesa que, entonces, cruzó mentalmente los dedos. Cosas de los prejuicios, de siglos de acoso y discriminaciones. De demasiadas historias que acaban mal. Sin embargo, no sucedió nada: simplemente un encuentro de abuelos y padres con sus hijas y nietas.
“Dos mundos socialmente opuestos conviviendo en un lugar rodeado por el mar donde la posibilidad de escape es difícil de alcanzar. Fue la piedra angular que dio comienzo a la película”, explica la directora. Aunque Lobo e cão, que se proyecta estos días en el festival de Venecia, no fue el único fruto de ese día. Porque, a partir de ahí, Varejão empezó una investigación que le llevó a pasar años en la isla, descubrir una amplísima presencia de residentes LGTBQI+, escuchar sus relatos, sus esperanzas y sus sufrimientos, y hasta contribuir a crear, junto a psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales, el centro de apoyo (A)MAR–Azores por la diversidad.
“Me di cuenta de que la gente en São Miguel, especialmente los más pobres y mayoría de población, vivía en un gran silencio, sobre todo católico: un peso enorme y de vergüenza. Y los jóvenes LGBT no eran una excepción; no se comunicaban entre sí, creo por miedo a ser identificados. No tenían una red de apoyo social ni psicológico, se suicidaban periódicamente, eran víctimas de abuso emocional y sexual”, rememora la cineasta. Durante meses, para el casting para la película, se entrevistó con cientos de ellos y ellas, buceó en sus historias y sus tragedias y, finalmente, seleccionó a unos cuantos para Lobo e cão: “Elegí por la proximidad de sus vidas a las de los personajes”.
A partir de ahí, en lugar de los habituales ensayos sobre guion, la cineasta prefirió tres meses de sesiones de grupo, con la presencia de psicoterapeutas. Se trataba de “descubrir qué había de proximidad y distancia entre las personas y los personajes” y de crear un ambiente de “confianza”. También implementaron un sistema para denunciar en cualquier momento todo tipo de violencia sufrida, ya fuera en el proceso del propio filme o en el pasado de cada uno. Después de eso, “el rodaje fue estar a la altura de lo que habíamos descubierto”.
El resultado es un filme delicado, aunque a ratos duro, centrado en un grupo de jóvenes, en el deseo de ser uno mismo y también el de partir hacia nuevas experiencias. Luis se siente cómodo indistintamente con ropa de mujer y de hombre, Ana descubre la atracción hacia su amiga Cloé y, de fondo, se mueven las dos almas de la isla: un libérrimo grupo queer, donde cualquiera es bienvenido, especialmente para cantar y bailar. Y la comunidad tradicional de São Miguel, donde algunos entienden, otros fingen no ver, pero también hay quien insulta o hasta golpea. “En el día a día de la isla, de Portugal y del mundo, los prejuicios y la violencia siguen siendo constantes. Creo en la igualdad y en la libertad de identidad. Trabajo sobre eso en mi cine. Pero la desigualdad y la represión son las enfermedades de nuestras sociedades”, asevera la directora. Ella misma dejó atrás la “cerrada, conservadora y muy religiosa Oporto” donde se crio en los ochenta en busca de otras respuestas.
El camino le ha llevado hasta Lobo e cão. Y a defender la libertad de cada individuo, pero también, en algunas de las secuencias más poderosas del filme, la comunidad que pueden generar: “Sin la idea de grupo es más difícil cambiar algo. La historia nos ha enseñado que el cambio solo se pone en práctica con revoluciones. Y son un gesto coral”. Tanto como la procesión que Varejão filma en su largo. Así, de repente, la pantalla revela otra paradoja de la sociedad: se juzga cómo se viste un joven en una discoteca, mientras se acepta llevar cualquier variopinto disfraz para seguir a una estatuilla de la Virgen por la calle.
Antes y después, el filme vuelve a cruzarse una y otra vez con el catolicismo. Pero, más que el guion, lo eligió la realidad. Varejão quería retratar la verdad de São Miguel y la iglesia es parte integrante de ella. “Es posiblemente la región más católica de Portugal. Si, por un lado, las creencias religiosas son de una enorme riqueza, por otro, al no renovarse con el cambio de los tiempos, crean conflictos muy peligrosos en el interior de cada ser humano. A pesar de la apertura del papa Francisco, los valores que aún prevalecen son los de excluir todo lo que se deriva de la idea normativa de la familia. Esta narrativa, en contextos más pobres y sin el privilegio de elegir, donde todas las personas se conocen y se cruzan en las calles, como es el caso de las islas, propaga el miedo y la violencia, en el seno de las familias y en el espacio social”, denuncia la directora.
Eso sí, a la vez la creadora comparte otra sorpresa positiva que vivió. Tras los pescadores, esta vez se la dio un cura. Porque cuando le preguntó a padre David si habría problemas en que varias trans participaran en la procesión que iban a grabar, este contestó: “Todos somos hijos de Dios. En mi parroquia nadie es diferente y nadie se queda fuera”. Imposible no estar de acuerdo. Amén.
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