La muerte y sus variantes
La séptima entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, cuenta que las personas se morían, qué hacían esas culturas con la muerte y la gran peste que los atacó en 2020
Las vidas se habían prolongado mucho, es cierto, pero eso no significaba que las personas no murieran. En esos tiempos, cada día se morían en el mundo alrededor de 180.000 individuos: es difícil imaginar el drama único como algo tan repetido, tan poco original. Pero esa cantidad significaba que cada año no llegaba a morirse una de cada cien personas; en 1970 eran dos de cada cien. En 2020 se morían pero se morían menos y más tarde, y esa fue una de las causas principales por las que en ese medio siglo se duplicó la población del mundo. La razón de sus muertes era otro canto a la desigualdad: en los países ricos nueve de cada diez personas se morían por enfermedades relacionadas con la edad; en los países pobres, solo seis de cada diez morían de viejos (ver cap.5).
La muerte, entonces, se escondía. Las palabras la escondían: las personas no se morían sino que fallecían, expiraban, fenecían, entregaban sus almas; algunos incluso perecían; unos pocos, parece, sucumbían. Y todo el aparato mortuorio consistía en ofrecer formas impersonales, normalizadas de morirse. Las personas ya no se morían en sus casas sino en moritorios, no se velaban en sus casas sino en tanatorios, vivían sus muertes como un trámite institucional que debía suceder en un lugar neutro, ajeno —donde, en general, no estaban para morirse sino para “curarse”. Se trataba de que no tuvieran que enfrentar el pasaje: el moribundo ya no se despedía de los suyos en una ceremonia íntima que asumía el final sino que era sedado para que se acabara sin notarlo. Nadie se enfrentaba con su muerte sino que la esquivaba todo lo que podía, incluso cuando no le quedaba modo de esquivarla. La muerte era, en esos días, el tabú más profundo.
(Fue un momento extraño. Decía un escritor Flaubert, francés del siglo XIX, que había habido en Roma, mucho antes, entre Cicerón y Marco Aurelio, un momento único en que “los dioses ya no estaban, Cristo todavía no estaba, y solo estuvo el hombre”. Aquellas décadas fueron algo semejante: el breve lapso en que todos se morían todavía pero muchos ya no creían que sus muertes los llevaran a otra vida; ese momento cruel en que la muerte fue real.)
Las grandes religiones monoteístas, prometedoras de post-vidas más o menos eternas (ver cap.24), siempre habían enterrado a sus muertos. Sin embargo, en esos días, la capacidad de sus cementerios estaba desbordada por el crecimiento demográfico. Se construyeron grandes necrópolis de propiedad horizontal, donde los cuerpos no se depositaban en la tierra sino en nichos superpuestos a la manera de los edificios de departamentos: el sistema no parecía particularmente digno. Solo los más prósperos se enterraban en praderas pastosas que recordaban a las urbanizaciones o barrios cerrados de los suburbios ricos: las tumbas seguían siendo, como siempre, un reflejo de las habitaciones.
Y, al mismo tiempo, la movilidad de las familias hacía más improbable la opción de cuidar durante generaciones las sepulturas ancestrales. Así que, para muchos de ellos, la cremación se volvió una solución. La ceremonia era más simple: se echaba el cadáver a un incinerador y, minutos después, un operario entregaba unas cenizas a los deudos, que podían guardarlas junto al televisor o dispersarlas en algún lugar más o menos significativo. Así, el muerto no necesitaba un lugar físico mantenido a lo largo del tiempo, no se instalaba en ningún sitio: la desmaterialización de los cadáveres estaba de acuerdo con tantas otras pérdidas de materia que definieron a la época.
Y la muerte, así, se resolvía más rápido.
(Era, de algún modo, la venganza del fuego, su última revancha. Si su Era se estaba terminando —ver Prólogo—, si desaparecía de esas vidas, todavía reaparecía en esas muertes.)
Al mismo tiempo empezaban a aparecer ciertas grietas en la muerte institucionalizada: la eu-tanasia, una palabra antigua que significaba “buena muerte” era aceptada en unos pocos países. Consistía en que, cuando una persona sentía que su enfermedad no le permitía tener la vida que quería, cuando prefería tener ninguna a tener esa, podía dejarla en las mejores condiciones posibles. Durante siglos la eutanasia había sido condenada por la obediencia religiosa que suponía que solo el dios vigente tenía derecho a decidir cuándo se moriría cada quien; después, fue condenada por la soberbia de la ciencia médica, que competía para ver cuánto podían mantener módicamente vivos cuerpos que ya no tenían ninguna vida verdadera. Y tanto las iglesias como cierta ciencia se opusieron cuando Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Canadá, Colombia, España y Nueva Zelanda la permitieron; en el resto del mundo seguía siendo tabú, y se equiparaba con el suicidio.
Mientras tanto ciertos datos —siempre confusos— parecen significar que nunca se había suicidado tanta gente como en esos años. Groenlandia, la gran isla entonces helada, se había convertido en la capital mundial del suicidio: en ella, fría, oscura, casi despoblada, 60 de cada 100.000 personas se mataban cada año. Era un caso extraordinario, pero en Rusia, Lituania, Corea, China, Japón, Sri Lanka, Hungría, Ucrania, Uruguay, los suicidas eran más de 20 cada 100.000. La violencia propia mataba mucho más que la violencia ajena.
Ese aumento de la cantidad de suicidios es, pese a todo, discutible: sabemos que, durante muchos siglos, el suicidio no quedó registrado porque se disimuló, se hizo pasar por otras muertes. Era lógico: la mayoría de las religiones lo condenaba por razones de supervivencia: si su dogma aseguraba que la vida después de la muerte era mucho mejor que la vida antes, ¿cómo conseguir que los fieles no se fueran en masa a esa vida mejor —y dejaran a la iglesia de marras sin clientes? La única forma fue asegurarles que los suicidas no accederían a esa vida posterior tan bien publicitada. Así consiguieron evitar cataratas de suicidios —y conseguir que los que existían se disimularan para esquivar el escarnio correspondiente. En la Tercera Década la influencia de esas religiones sobre los estados —ya muy disminuida— hizo que los registros se sinceraran y los suicidios se registraran como tales. También es probable que, relajado el tabú religioso, se suicidara más gente que antes.
Así que no hay datos suficientes, pero es lícito pensar que fue el único período histórico en que las personas se mataron más a sí mismas que a otras personas. Y en todas partes los hombres se mataban mucho más que las mujeres: en Europa y América, cuatro veces más.
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Otras maneras de suicidio, más prolongadas, menos espectaculares, seguían funcionando. Durante todo el siglo XX la humanidad había consumido con entusiasmo y sin reparos una droga que mataba a varios millones de personas por año. Fue, quizás, un caso único: otras sustancias nocivas consumidas a lo largo de los siglos ofrecían estados de conciencia alterados deseables —el alcohol, los psicotrópicos— o la atracción de un riesgo apetecible, pero el tabaco no modificaba la percepción ni parecía peligroso: era más que nada un objeto aspiracional, una fuente de status y glamour que campeó en las sociedades ricas durante muchos años. Al principio lo fumaban sobre todo los hombres; después, poco a poco, las mujeres fueron “conquistando la libertad” de hacerlo. Ni unos ni otros, por supuesto, creían que los cigarrillos les hicieran ningún daño. “Alguna vez los historiadores se preguntarán por qué, en esos años, millones de personas se envenenaron constante y concienzudamente, sin descanso y sin miedo, sin defensas”, escribió alguien en 1990.
En sus mejores momentos el tabaco era consumido por una buena mitad de la población adulta de los países más ricos. Recién a fines del siglo XX sus gobiernos consiguieron desoír los cantos de sirena —y los dineros— de las grandes empresas tabacaleras, admitieron sus perjuicios físicos y, preocupados por la saturación que sus víctimas producían en sus sistemas de salud, lanzaron campañas de concientización y, al fin, prohibieron su consumo en la mayoría de los lugares públicos. Parecía inútil, una de esas prohibiciones que solo aumentan el uso de lo que prohiben; fue curioso comprobar que, al cabo de 20 o 30 años, su consumo en esos países había disminuido a un tercio. Era casi un problema moral: la represión, una práctica tan justamente criticada y desdeñada, había logrado un fin loable.
Aunque también había sido decisiva la operación de imagen: de pronto los fumadores dejaron de ser los hombres y mujeres a imitar, los fuertes, los elegantes, los valientes, y pasaron a ser los débiles cobardes que no sabían resistirse a un vicio tonto. Tanto que, por ejemplo, en esos tiempos en que se suponía que las personas no podían resistir ni siquiera la visión de aquello que podría ofenderlas, algunas series de televisión advertían a sus espectadores que contenían “imágenes de tabaco”. Pero, una vez más, el sistema funcionó en los países más ricos, y a nivel global la cifra de fumadores se mantuvo: en 2020 los habitantes de los países más pobres —y sobre todo China— ya habían tomado el relevo, y siguieron envenenándose con nicotina y humo.
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Mientras tanto, las drogas que entonces eran ilegales seguían siendo un foco de atención. En esos años había habido un reemplazo importante: las drogas clásicas de origen natural —marihuana, cocaína, heroína— estaban dejando lugar a las puramente químicas, como la metanfetamina y todas sus variantes. Las “drogas de diseño” eran más fáciles y baratas de producir —no se necesitaban plantaciones, campesinos, funcionarios corruptos, escuadrones armados, contrabandistas— y sus efectos estaban mejor adaptados a la demanda de esos tiempos.
Se calculaba —¿pero cómo saberlo a ciencia cierta?— que el negocio global de las drogas ilegales movía unos 600.000 millones de euros al año, diez veces menos que las drogas legales, muy poco menos que las armas legales (ver cap.22). Eso habría sido, si acaso, el uno por ciento del comercio mundial, y también solía calcularse que los consumidores de drogas ilegales no pasaban del uno por ciento de la población. Con incidencias tan bajas, era curiosa la repercusión que aquellas drogas tenían en aquel mundo.
(Hay algo allí que resiste a la comprensión del historiador: la cantidad de materiales —películas, textos, músicas, soportes varios— que todavía encontramos, relacionados con la fabricación, venta y consumo de esas drogas. Parece como si hubieran ocupado en el relato global de esos días un espacio radicalmente desproporcionado en relación a su circulación real, a su presencia material. Desde la incomprensión de unos tiempos que no lo practican, todavía esperamos que alguien lo explique y desentrañe.)
Más allá de su peso cultural y de la tontería de tantos jóvenes que se morían de sobredosis, es cierto que su circulación producía mucha violencia en los países donde las consumían —y más aún en los países que las producían y vendían (ver cap.23). Los empresarios que las controlaban necesitaban, para preservar ese control, mantener pequeños ejércitos que se enfrentaban entre sí para defender sus privilegios comerciales. Más allá de sus funciones específicas, aquellos hombres usaban su fuerza para emprender actividades paralelas y su dinero fácil para corromper a todo el que lo mereciera, convirtiendo sus lugares en zonas de confusión y de violencia. Es lo que sucedió, en esos años, en países como Colombia, México, Honduras, Guatemala, Afganistán, Pakistán, Nigeria, Kenia, Myanmar. La cantidad de dinero que manejaban esos empresarios era tan desproporcionada que muy pocos funcionarios —o periodistas o policías o políticos— se permitían rechazarlos: su dinero negro narco les daba un poder extraordinario.
Frente a eso, un movimiento incipiente por la “legalización de las drogas” solía invocar el ejemplo de la “Ley Seca” de principios del siglo XX, cuando los Estados Unidos prohibieron la circulación de bebidas alcohólicas y prohijaron el auge de una serie de organizaciones criminales —”la mafia”— dedicadas a fabricarlas y venderlas. Sin prohibición se acabaría la violencia ligada a este tráfico, decían, y proponían que se legalizara básicamente la marihuana, que era, entonces, la droga que menos violencia producía —pero no se atrevían a incluir en sus planteos a las otras. Algunos países incluso lo pusieron en marcha, y dieron un ejemplo perfecto de cómo una solución a medias nunca soluciona nada.
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En ese extraño 2020 algo que nadie había imaginado produjo una conmoción mundial. Aquel año la enfermedad —la muerte— se transformó en el foco, el gran eje del mundo. La salud había progresado (ver cap.5) de forma extraordinaria en los 50 años previos —si entendemos la salud como la capacidad de las personas para mantenerse vivas y activas. “¿Qué es la salú sino la conjetura/ de que quizá vivamos otro poco?”, decía una cantante de esos tiempos. Pero aquel año todo ese avance pareció, de pronto, provisorio, frágil.
En esos días muchos deploraban la banalidad: hacía décadas que en el mundo no pasaba nada importante, ninguno de esos hechos que la Historia con mayúsculas recordaría. Ni las grandes guerras “mundiales” ni el mayor holocausto ni la llegada del hombre a la Luna ni un magnicidio realmente magno: esos últimos años habían estado llenos de cositas significativas —quizás incluso más que aquellas: la irrupción de la virtualidad había cambiado las vidas mucho más que un viaje de tres enmascarados al espacio— pero no rimbombantes. Hasta que llegó ese gran corte que la historia —creían— sí recordaría y apareció, precisamente, como un freno en esa evolución de la salud: la mayor peste en mucho tiempo, el más global de los eventos. Y resultó que no lo habían hecho los hombres sino los murciélagos: fue muy decepcionante, casi una humillación.
Lo llamaron “lapandemia”. Lapandemia consistió en la difusión mundial de un virus —coronavirus SARS-CoV-2, originado en un pueblo del interior de la China—, que en pocos meses llegó a todo el planeta. Pasaba algo de lo que nadie podía escapar. Tenía sus diferencias según las sociedades, los países, pero fue el primer hecho realmente global de la historia humana: miles de millones pensando en lo mismo, ocupándose de lo mismo, definiendo sus vidas por la misma amenaza. El mundo se medicalizó: todo lo que sucedía estaba relacionado con la enfermedad y los intentos de evitarla. Las vidas, las noticias, los esfuerzos, las esperanzas eran un gran relato sanitario.
En la mayoría de los países la primera reacción consistió en confinar —a la manera medieval— a todos los ciudadanos en sus casas. Ese confinamiento duró, según los estados, entre dos y diez meses, y produjo unos nervios y una calma que el mundo no había visto en milenios: se prohibió la circulación salvo cuando era indispensable, se suspendió la mayoría de los trabajos, cerraron las escuelas y comercios y bares y espectáculos y todo lo demás, dejaron de circular trenes y aviones. El mundo superpoblado se volvió, de pronto, inmóvil y vacío.
La muerte, entonces, se convirtió en el único tema: fue el eje que estructuraba todo. Miles de millones de personas hacían lo que hacían por el miedo a morirse. En esos días, gracias a ese miedo, miles de millones aceptaron imposiciones que nunca habrían aceptado de otro modo: resignaron la mayor parte de sus libertades a cambio de la supuesta protección contra el enemigo invisible. Las policías patrullaban las calles para garantizar que nadie más saliera y tantos ciudadanos los ayudaban denunciando a quienes lo intentaban. La tentación autoritaria se encontró con una causa que la justificaba y esas personas pudieron ejercer su despotismo de opereta en nombre del bien común. Los organismos de control de los estados tuvieron, durante esos meses, tanto más poder que en cualquier otra época moderna; unas pocas voces se alzaron para alertar sobre el peligro de que los ciudadanos no pudieran recuperar sus libertades cuando pasara la amenaza; no imaginaban, por supuesto, lo que sucedería.
La fase aguda de lapandemia duró más de dos años. Muchas personas perdieron sus trabajos, muchas los cambiaron, casi todas perdieron a alguien más o menos cercano. Durante meses, todas miraron a las demás como enemigos en potencia, una amenaza: el hombre se había vuelto un —portador de— virus para el hombre. Todas dejaron de tocarse y no sabían cómo saludarse: no era importante, salvo cómo un signo de la profundidad con que las viejas costumbres habían sido sacudidas por el sismo corona. La certeza de no tener certezas fue, quizá —relataron numerosos testigos—, lo peor de ese lapso. O, si acaso, lo más interesante.
Sus efectos directos fueron más o menos mensurables: aunque las cifras difieren mucho —porque muchos países no estaban en condiciones de registrar los resultados— la cifra más aceptada rondaba los seis millones y medio de muertos; solo en los tres países más afectados, Estados Unidos, India y Brasil, murieron más de dos millones. Sin embargo, cálculos de la Organización Mundial de la Salud cifraban la cantidad total en más de 15 millones. Esa diferencia abismal era otra muestra del desconcierto dominante.
La peste también sumió a más de 150 millones en la pobreza, redujo las economías a sus peores niveles en décadas y, en medio de tanta caída, confirmó una tendencia: los diez hombres más ricos de aquel mundo —nueve norteamericanos y un francés— duplicaron su patrimonio, que pasó de 700 a 1.500 millones de euros.
Los efectos mediatos siguieron reverberando a través de las décadas. Entre los más significativos, con ser muchos y variados, podríamos resaltar los siguientes:
♦ La amenaza puso de manifiesto que, en situaciones extremas, los estados eran indispensables —y la famosa “libertad de los mercados” no alcanzaba. Fueron los estados los que decidieron las medidas, los estados los que garantizaron que se cumplieran, los estados los que se hicieron cargo de los enfermos, los estados los que subsidiaron la búsqueda de vacunas, los estados los que subvencionaron a los trabajadores sin trabajo y a las empresas sin negocio, los estados los que inyectaron sumas inusitadas para revivir la economía caída. Tras 40 años en que las políticas de “la derecha” habían consistido en declamar la inutilidad de los estados, ese mismo sector los usó para salvar su mundo del desastre completo. Se abría, sabemos, una etapa distinta.
♦ Como en toda catástrofe, la farmacología y las terapias crecieron en tropel. Si la Gran Guerra de principios del siglo XX sirvió para mejorar tanto las técnicas quirúrgicas, y su repetición en 1939 sancionó la irrupción de la penicilina, lapandemia aceleró la elaboración de vacunas basadas en el ARN —ácido ribonucleico mensajero— cuya difusión podría haber tardado, sin esa urgencia, décadas. Entre esas vacunas y las más tradicionales —pero que también se completaron en tiempo récord—, los médicos y biólogos consiguieron que aquella peste produjera infinitamente menos muertes que su antecedente más directo, la Gripe de 1918, que había matado a más de 50 millones en un mundo con cuatro veces menos habitantes.
Y sin embargo en varios de los países más ricos hasta un tercio de la población se negó a vacunarse. En algunos, los gobiernos decidieron medidas para obligarlos; en otros, no. Fue, en todos, un síntoma brutal de la fuerza que había alcanzado la desconfianza de las instituciones y los líderes, que tendría tamañas consecuencias.
♦ Pero esas mismas vacunas, que protegieron con eficacia a una parte importante de la humanidad, cumplieron otra de las funciones más brutales de lapandemia: desnudar estructuras, relaciones, tendencias que la “normalidad” anterior había sabido mantener veladas. Esas vacunas, como es lógico, fueron producidas en los países más poderosos: Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Rusia, China —donde la investigación científica y los medios técnicos lo permitían. Allí, las desarrollaron en general laboratorios privados que, aprovechando la investigación pública y los subsidios estatales, ganaron fortunas vendiéndoles esas drogas a esos mismos estados (ver cap.5). Así, esos países y los otros ricos acapararon suficientes dosis como para inmunizar varias veces a su población. Alrededor de un tercio de la humanidad fue rápidamente vacunada; los otros dos tercios —África, Asia, América Latina— lo fueron tarde y poco.
Era una caricatura de las desigualdades habituales: unos cuantos países concentraban toda la riqueza —en este caso, sanitaria— del mundo, mientras el resto sufría y los envidiaba. Pero esta vez los efectos no se limitaron a los sermones remanidos de los pocos que solían lanzarlos: lapandemia demostró que no se podían salvar sólo unos cuantos; que no proteger a todos era, a fin de cuentas, no proteger a nadie. No se trataba de pruritos morales: en los países pobres, poco vacunados, siguieron apareciendo nuevas mutaciones del virus que encontraron su camino hacia los países ricos y allí, esquivando vacunas que no estaban preparadas para esas cepas nuevas, prolongaron el contagio y la zozobra. Pocas situaciones, a lo largo de la historia, habían mostrado con más fuerza la necesidad de la solidaridad social, tan declamada como poco practicada. Tampoco lo fue entonces: una cantidad de países pobres pidieron la liberación de las patentes de las vacunas pero el sistema global se opuso y lo impidió. Prefirieron correr el riesgo de los nuevos rebrotes antes que renunciar al dogma —la propiedad privada— y abrir la puerta a quien sabe qué dudas.
♦ Otro efecto inesperado fue el enorme salto hacia adelante de la civilización digital. Por supuesto, ya antes de lapandemia las comunicaciones digitales estaban en auge. Pero fueron los confinamientos sanitarios los que obligaron a las empresas más poderosas y a las familias y agrupaciones varias a tratar de reemplazar cualquier reunión presencial por las llamadas con o sin imagen y los —súbitamente— famosos encuentros virtuales, que se volvieron perfectamente omnipresentes para trabajar, conversar, “conectarse” (ver cap.17).
Sabemos que, cuando la situación se normalizó, muchas empresas —e incluso muchas familias— decidieron mantener esas formas digitales. Las grandes oficinas empezaron a desaparecer: una de las marcas del siglo XX —aquellos mastodontes de vidrio y acero que concentraban a miles de empleados en un lugar común— perdía su hegemonía (ver cap.15). Y más allá: la virtualidad se hizo cada vez más habitual hasta que terminaría, como sabemos, invadiendo todos los ámbitos de nuestras vidas. Solo que entonces, claro, lo que empezaba era esa etapa de transición en que el mundo fue plano, antes de recuperar, si no la materia, sí la tercera dimensión.
♦ En el MundoRico, lapandemia desnudó la soledad en que vivía mucha gente (ver cap.2). Privados de asistir a sus trabajos, a sus contados escenarios sociales, más y más personas pasaron meses sin contacto con otros seres vivos. Una prueba menor es que, en Estados Unidos, uno de cada cinco “hogares” —23 millones— se compró en ese lapso un animal de compañía, perro o gato.
♦ Por último —aunque esta lista sea incompleta y casi caprichosa— lapandemia produjo la sensación, tan justificada, de la fragilidad de todo lo que hasta entonces parecía tan sólido. Si una pequeña mutación de un virus chino causaba esos efectos, era evidente que la civilización humana estaba construida sobre pilotes temblorosos. Algunos lo plantearon como una revancha de la naturaleza, que se vengaba de los malos tratos humanos o, menos animistas, como un ejemplo de lo que podía pasar cuando los hombres modificaban sin tasa el medio ambiente.
Y al mismo tiempo se instaló una forma del miedo que hasta entonces había existido más que nada en ficciones baratas: los ataques biológicos destinados a producir una infección global parecieron de pronto muy factibles. El mundo empezó a temer esta variante posible del terrorismo: si alcanzaba con modificar un virus y ponerlo en circulación para producir semejantes perturbaciones, sonaba perfectamente lógico que ciertos grupos —delincuentes que exigían un rescate, descontentos que buscaban cambios— lo intentaran. Entonces no era más que una idea; sabemos demasiado bien cómo siguió.
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Mientras tanto, en medio de la mayor ola de muertes civiles que el mundo había conocido en décadas, otra idea seguía abriéndose camino: cada vez más científicos y emprendedores pensaban que la muerte no era la conclusión inevitable de la vida sino un error que se podría solucionar.
Hasta entonces todas las formas de lidiar con la muerte habían sido virtuales: la principal era la promesa de esas religiones que aseguraban que, si el creyente obedecía sus reglas, una vida mejor lo esperaba tras el tránsito incómodo. Pero precisamente en esos días, mientras la vida se volvía cada vez más virtual, empezaban a aparecer formas materiales de pelear contra la muerte.
El foco de estos primeros intentos estaba en California, el más rico de los estados de los Estados Unidos. Allí, varios empresarios más o menos jóvenes que se habían enriquecido desmesuradamente con negocios y productos digitales vivían vidas demasiado agradables como para soportar la idea de que se acabarían —y decidieron invertir en evitarlo. Su esperanza era que la noción de esperanza de vida perdiera sentido: que la vida fuera más allá de sus limitadas esperanzas. Ellos fueron los sponsors principales de las investigaciones que se lanzaron en esos años y que, con el tiempo, se fueron alineando en dos vías diferenciadas.
Estaban, por un lado, los que se aferraban a la materialidad tradicional y buscaban recursos para prolongar el uso de los cuerpos. Su estrategia se basaba en todo tipo de terapias celulares, remedios personalizados, mecanismos para detener el envejecimiento y, en última instancia, la fabricación de órganos y miembros para reemplazar a los que empezaran a fallar. Tenían un problema: sus proyectos no anulaban la muerte, solo la postergaban —aunque los más ambiciosos ya creían que un plan consecuente de terapias y reemplazos podía mantener un cuerpo en funcionamiento durante siglos.
Por otro lado, los más audaces se adaptaban mejor a la época: trabajaban las opciones virtuales. Fue precisamente en esos años cuando se empezaron a diseñar modos de “escanear” los cerebros humanos para poder transferir toda su información —su persona— a máquinas corpóreas —los famosos robots, que entonces conservaban formas mucho más humanoides— donde podrían subsistir indefinidamente. Es cierto que, cien años después, aquellos primeros intentos —como los reseñados en una crónica de la época, Sinfín— parecen ingenuos y entrañables y ligeramente desviados, pero también lo es que sin ellos nunca habríamos llegado adonde estamos.
Próxima entrega: 8. Comer y no comer
El mundo podía alimentar a todos sus habitantes pero el hambre avanzaba. Cómo comían, cómo no comían. La fuerza de la carne.
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.