Libres, iguales, fraternales
"La desigualdad se nos ha metido en los huesos”, escribe César Rendueles con su elocuencia de panfletario ilustrado en su último libro
El progreso hacia la igualdad no es un bello sueño tal vez deseable pero tristemente imposible. Los cambios radicales no tienen por qué ir llegando muy gradualmente a lo largo de siglos, ni tampoco que ser impuestos a través de revoluciones sanguinarias. Durante al menos varios miles de años la superioridad de los hombres sobre las mujeres fue un hecho inamovible legitimado por las leyes y por las leyendas, fundado unas veces en la tradición religiosa y otras en presuntas evidencias científicas: pero en el curso de unas décadas, en el ámbito de la memoria reciente de muchos de nosotros, lo que parecía natural e inamovible se desmoronó muy rápidamente, bien es verdad que en zonas restringidas del mundo, Europa y América, y el progreso fue tan rápido y tan contundente que ahora nos parece inverosímil lo que hasta no hace muchos años era tan natural que casi nadie se fijaba. Ahora vemos fotos de la vida política española de los años setenta, o incluso de la vida literaria de mediados de los ochenta, y lo primero que nos choca es algo que entonces ni veíamos, la ausencia de mujeres. Por supuesto que en una gran parte del mundo la posición de la mujer no ha mejorado, y que incluso en el nuestro todavía falta mucho para la plena igualdad, y no hay garantías de que lo avanzado sea irreversible: pero hemos visto, lo estamos viendo a diario con nuestros propios ojos, que una de las desigualdades más arraigadas y más fieramente defendidas puede remediarse.
El progreso en la emancipación de las mujeres es uno de los ejemplos que muestra César Rendueles para probar que la desigualdad no es un rasgo inevitable de las sociedades humanas, una consecuencia necesaria y hasta legítima de un modelo de economía de mercado que al garantizar el florecimiento de la iniciativa privada premiaría a los mejores y a los más competitivos y promovería la prosperidad general. El fatalismo rancio del “siempre habrá pobres y ricos”, o el de la superioridad genética de las clases dirigentes, se sustituyen por el mensaje “inspiracional” de la meritocracia: para llegar a algo has de ser el mejor; el que triunfa se ha esforzado más que nadie para merecerlo. Desacreditada la intervención pública en la economía tanto como el estatalismo comunista, y sometidos a la irrelevancia los movimientos sindicales, el único horizonte de justicia que parece legítimo es la “igualdad de oportunidades”: hay que despejar el terreno, como en una competencia deportiva, para que todos los aspirantes se formen y se esfuercen con arreglo a sus mejores facultades, de modo que los que lleguen más alto obtengan su posición no en virtud de privilegios obsoletos, sino por su propio mérito contrastado e indiscutible, que será confirmado a continuación por el éxito.
Para desmentir tantos embustes César Rendueles acaba de publicar lo que él mismo califica como un panfleto: Contra la igualdad de oportunidades. Es un panfleto porque es radical, apasionado y contundente. Pero también rebosa de informaciones sólidas acerca del escandaloso crecimiento de la desigualdad y la injusticia en los últimos decenios, y de argumentos razonados y sensatos en favor de un cambio social que sirva no para igualar a todo el mundo en una monotonía cuartelaria o burocrática, sino para lograr que un número máximo de personas puedan tener “la buena vida”: iguales entre sí no por decreto, sino por acuerdo y por interés común, capaces de disfrutar de una libertad no encastillada ni despótica y de un bienestar suficiente y austero, con arreglo a la primacía del bien común y a las justas limitaciones necesarias no ya para preservar el medio ambiente, sino para sobreponerse en lo posible a las consecuencias destructivas del cambio climático.
Rendueles no es un utopista: la prueba de que la extrema desigualdad que ahora se impone no es inevitable es que no existió en Europa ni en Estados Unidos hasta finales de los años setenta, cuando Ronald Reagan y Margaret Thatcher trajeron al primer mundo las recetas económicas ultraliberales que previamente habían ensayado gracias al terror en Chile y en Argentina. Pero el triunfo de la derecha y de los poderes económicos fue más completo porque la izquierda socialdemócrata también quiso sumarse a él. Desde Tony Blair en el Reino Unido a Rodríguez Zapatero en España no hubo Gobierno nominalmente progresista que no hiciera suyas las políticas de liberalización de la economía, debilitamiento de los sectores y servicios públicos y bajadas de impuestos. Según avanzaba la desigualdad y se debilitaban las posibilidades de resistencia y reivindicación de los trabajadores, el énfasis de los discursos progresistas se centraba, escribe Rendueles, en “los valores relacionados con la libertad, al menos entendida en su sentido más individualista”.
No son cuestiones abstractas. “La desigualdad se nos ha metido en los huesos”, escribe Rendueles con su elocuencia de panfletario ilustrado. “Las sociedades con mayores diferencias de ingresos tienen peor salud, menor esperanza de vida y mayores índices de mortalidad infantil, enfermedad mental, obesidad y consumo de drogas ilegales”. El espejismo de la igualdad de oportunidades y la meritocracia oculta un sistema de castas en el cual los hijos de los privilegiados están convencidos de que todo lo que poseen lo han logrado por su propio esfuerzo y al mismo tiempo se benefician de ventajas sociales y educativas del todo inaccesibles para los hijos de trabajadores o de inmigrantes. Como dice jovialmente el astuto y sinvergüenza Cary Grant en Sospecha, “el secreto del éxito es empezar desde arriba”.
César Rendueles es profesor de Sociología, pero su libro está libre de todo rastro de jerga universitaria o ideológica. Lo propio de un buen panfleto es la claridad de la escritura, tanto como el espíritu de demolición. Hay que hablar y escribir claro no ya para ser comprendido, sino para ejercer la claridad del pensamiento, que es inseparable del activismo práctico. César Rendueles no cita a la panfletaria suprema del siglo XX, Simone Weil, pero hay un eco de ella en su afirmación de que el auténtico lenguaje de la transformación progresista no es el de los derechos, sino el de los deberes: “Lo que nos compromete con la emancipación son las responsabilidades compartidas que estamos dispuestos a asumir colectivamente”.
En días de extrema desolación civil, este panfleto me ha fortalecido. Ni la injusticia ni el abuso ni la sinrazón son siempre inevitables. Y del mismo modo que se construyen sistemas de explotación y crueldad, también es humanamente posible organizarse “para que cada cual pueda desarrollar sus mejores capacidades en una sociedad ilustrada, libre y fraterna”.
Ojalá.
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