Nunca estaremos solos: tenemos a Vic Chesnutt
Tetrapléjico y excelente compositor folk, el músico, sentado en su silla de ruedas, se pasó toda su vida confesando su dolor en una obra tan frágil como inteligente
Muchos años después de su trágica muerte, el nombre de Vic Chesnutt vuelve a sonar. El sello No Aloha Records ha publicado un álbum de homenaje al malogrado compositor estadounidense muerto en una lejana Navidad hace ya más de una década. We Are Never Alone. Songs of Vic Chesnutt es un entrañable tributo en el que participan músicos de lo más dispares de la escena española. Al igual que el homenajeado, son artistas de segunda y tercera línea, francotiradores underground, que desde su posición humilde entregan en la mayoría de las veces versiones emocionantes y bien tranzadas de ese folk hipersensible, marca de la casa Chesnutt. De esta manera, por el disco desfilan nombres tan interesantes y reivindicables como Salto, Ana Béjar, Algunos Hombres, Casa Das Feras o Ran Ran Ran.
Para algunos, entre los que me incluyo, Vic Chesnutt fue algo más que un músico maldito. Cuando murió el 25 de diciembre de 2009, algo roto quedaba sin reparar en el mundo de la música norteamericana. En los reducidos círculos del rock y el pop independientes, su marcha dejó un halo de tristeza comparable al que deja el adiós definitivo de una amistad cómplice. Excelente compositor folk, Chesnutt llevaba toda su vida confesando su dolor a modo de canciones desnudas, sin recreos más allá de su sarcasmo y sus punteos concisos.
Murió a los 45 años tras estar varios días en coma en el hospital. Se había atiborrado de calmantes por los insufribles dolores musculares que le habían dejado unas operaciones. Nada comparable, seguramente, al trastorno depresivo que arrastraba desde que un accidente de coche, por conducir borracho, le dejó en silla de ruedas cuando tan solo tenía 18 años. Por más que se sobrepuso a las malas circunstancias, nunca pudo superar una pena interior más compleja y traicionera que su triste estado físico.
En 1983, sufrió el accidente de tráfico que le dejó tetrapléjico, sin apenas movilidad en las manos, pero la suficiente como para seguir tocando la guitarra. Nada sería igual para él desde entonces. Hizo de la música su espacio vital más importante, donde poder volar su imaginación, aferrándose a ella sin contemplaciones. A finales de los ochenta, se trasladó a Athens, donde se convirtió en un habitual del 40 Watt Club, la sala de conciertos más importante de la ciudad donde se dieron a conocer las bandas de la nueva ola del rock de los ochenta como R.E.M., Pylon, The Primates o Indigo Girls. Impactado por la tristeza que desprendían sus canciones, Michael Stipe, de R.E.M., apadrinó a Chesnutt y produjo sus dos primeros álbumes, Little y West of Rome, que salieron a la venta en 1990 y 1991 respectivamente.
La extraña luz que desprendía su música se hizo más intensa en sus siguientes trabajos. Drunk y Is The Actor Happy?, publicados en 1993 y 1995, le colocaron como el mejor cantautor de la escena independiente norteamericana. Eran dos obras maestras que se anticipaban al folk-rock alternativo de finales de los noventa y principios del siglo XXI. Con precisos y emotivos acordes, Chesnutt rastreaba su alma para universalizar sus sentimientos de desamparo y búsqueda de felicidad en un mundo donde la presencia de la fatalidad era constante. Podía recordar a The Replacements o Neil Young en su cara acústica al tiempo que, a veces, parecía poseído por la virtud sentimental de Cat Stevens o Steve Forbert. Ningún compositor daba tanto con tan poco. Sin embargo, el seísmo del grunge, causado por Nirvana, le dejó en tierra de nadie en los primeros años de su carrera. Siempre sentado en su silla de ruedas, se convirtió en un músico de culto a la par que demostró ser un compositor muy prolífico, llenando su folk dolido y sombrío de contrastes.
Cuando sacó en 2009 el bárbaro At The Cut, Chesnutt reconocía vivir como un ermitaño, encerrado en su casa de Athens. Fue el último episodio de un drama contado en discos, retratado en canciones. Un drama al que le esperaba un desenlace fatal. Las últimas operaciones le habían dejado ese año una deuda de 60.000 dólares a la que no sabía cómo hacer frente. Angustiado por la situación y deprimido por su estado físico, no pudo aguantarlo más y se suicidó. Tardó varios días en apagarse del todo. Fue en la noche de Navidad. Se iba una voz extremadamente frágil e inteligente, que ofrecía su música como un verdadero consuelo para no sentirse nunca solo, todo lo contrario de lo que le sucedió a Chesnutt.
Babelia
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