Cine de remontaje: el arte de citar sin comillas
Los filmes de 'found footage', que se nutren de imágenen preexistentes para crear nuevos relatos y discursos, regresan con la película francesa 'No creas que voy a gritar', 'collage' fílmico que acaba de llegar a las salas
En No creas que voy a gritar, que acaba de estrenarse en España, el director Frank Beauvais narra su reclusión voluntaria y depresiva, que fue acompañada de un consumo compulsivo de imágenes. Compuesta exclusivamente por extractos de películas acompañados de una voz en off, se enmarca en el género del cine de remontaje, de apropiación o de recopilación, conocido también por términos ingleses como found footage o mash up, una multiplicidad de nombres indicativa de un género todavía por balizar. Pero, mientras que el dispositivo habitual de este cine se coloca bajo el signo de la búsqueda, de la investigación paciente de la imagen precisa, Beauvais, cineasta y programador, parece querer plasmar la situación opuesta, el régimen contemporáneo de la imagen, que ya no se busca, ni siquiera se ofrece, sino que nos arrolla, se diría que ajena a la intervención humana, inasible, inmanejable.
Walter Benjamin habló mucho del significado del archivo, de la memoria como un procedimiento arqueológico, que desenterraba los vestigios materiales del pasado, y de cómo estos se unían al presente como un relámpago, formando una constelación, una imagen dialéctica que es ya producto de un montaje. Defendía el arte de citar sin comillas y ambicionaba componer una obra formada enteramente de citas. El cine de remontaje hace (¿o hacía?) exactamente todo eso. Hace años negociamos con los estudios Fox los derechos de reproducción de un (bellísimo) plano de Amanecer (F. W. Murnau, 1927) para incluirlo en Constelaciones (César Rendueles y Ana Useros, 2010), una película de remontaje sobre Walter Benjamin. El estudio respondió, con cierta altivez, que sus películas no eran stock film, esas imágenes de relleno que ilustran temas genéricos: paisajes nevados, migraciones del siglo XX, tormentas marinas… Tuvimos que convencerlos de que ese plano concreto de esa película concreta (su contenido, su materialidad y su significado) aportaban algo que ningún otro fragmento podía aportar. La Fox nos puso a prueba pidiéndonos un precio desorbitado y nosotros demostramos nuestra devoción por Murnau y Benjamin pagándolo sin rechistar. Pero, entre su reacción y nuestra respuesta, entre la imagen como ilustración y la imagen objeto de devoción cinéfila o documento histórico, se despliegan casi todas las estrategias del cine de apropiación. Y las cuestiones prácticas de la propiedad, del precio y de la accesibilidad son los parámetros que definen los materiales que emplea.
Millones de películas de reapropiación también bullen a lo largo y ancho de Internet en forma de parodias, críticas o ensayos
Por razones obvias, la mayor parte del cine de apropiación se ha producido en la era digital. De hecho, sería injusto no mencionar que, junto a las proyectadas en museos y festivales y las pocas que alcanzan distribución comercial, millones de películas de reapropiación bullen en las plataformas de la red y en los mensajes de las redes sociales: parodias, críticas, ensayos, todos gestos de amor, desde análisis políticos hasta homenajes a la madre. Las pioneras del género, elaboradas con paciencia y artesanía en los años analógicos, ya apuntaban las tendencias que han marcado los últimos 25 años. En los años veinte, Esfir Shub recorre la Unión Soviética buscando materiales para La caída de la dinastía Romanov (1927), la primera película que aplica al material de archivo los hallazgos del montaje dialéctico de Eisenstein y Kuleshov. Inaugura un cine de reconstrucción histórica y crítica política que se prolonga y ramifica en títulos como París 1900 (Nicole Védrès, 1950); Le fond de l’air est rouge(1977), de Chris Marker; en la obra fulgurante de Santiago Álvarez, o en la de su autoproclamado heredero, Travis Wilkerson. Las películas de Álvarez, que se atreven a jugar con la materialidad de la imagen y no solo con su contenido, probablemente sigan siendo hoy la cumbre del cine de remontaje político.
En España, Basilio Martín Patino recoge las dos antorchas de Shub: recrear una época oscura y construir un archivo rastreando en filmotecas y colecciones extranjeras. Su película más popular, Canciones para después de una guerra (1971), suma la recreación de un clima emocional, una vía que, bajo el signo de la contemporaneidad y el esperpento, continúa ahora María Cañas. Donde confluyen la política y el temblor de las vidas humanas se ubica Péter Forgács. Sus películas narran la vida de un individuo o una familia mediante viejas filmaciones amateur rodadas por sus protagonistas. La recuperación de las bobinas de 8mm y Super8, de las cintas magnéticas del patrimonio familiar, es una constante en los filmes de apropiación. Muchos rozan la banalidad, oscilando entre la fascinación por la estética envejecida y la autocomplacencia de lo autobiográfico. Pero hay también obras hermosas, complejas y críticas como Un’ora sola ti vorrei (Alina Marazzi, 2000), a la vez lamento por la madre ausente, retrato de una mujer atrapada en su circunstancia social y demostración de la necesidad del feminismo.
Las obras que parten de material cinematográfico, a menudo con la complicidad y la financiación de museos, archivos y filmotecas, comparten esa fascinación por la textura y por la recuperación de imágenes ocultas, encontradas por azar en un sótano o en un desván. En la estela de Rose Hobart (Joseph Cornell, 1936), autores como Bill Morrison (Decasia, Dawson City), Matthias Müller y Christoph Girardet (Home Stories, The Phoenix Tapes), Gustav Deutsch (la serie Film Ist) o Peter Delpeut (Nitrato lírico, Diva dolorosa) ralentizan, aceleran, tintan o amplían las imágenes, a veces con intención puramente estética, a veces con un proyecto de crítica e historia cinematográfica. La obra más influyente de esta última corriente es, por supuesto, Histoire(s) du cinéma (1989-1998), de Jean-Luc Godard, de engañoso título enciclopédico, aunque en realidad sea un despliegue del universo emocional de su autor. Dos cineastas, a la vez próximos y distantes, Mark Rappaport y Thom Andersen, practican hoy de manera brillante esa crítica cinematográfica. Los elegantes ensayos de Rappaport transforman la obsesión cinéfila en un escalpelo crítico. La obra de Andersen, autor de un clásico de este género como Los Angeles Plays Itself, más severa y política, busca explorar la realidad mediante el arte que nos había prometido que lo haría.
No creas que voy a gritar es un relato autobiográfico, como las películas de archivo personal, pero usa material cinematográfico que, sin embargo, no manipula. Tampoco lo escoge por su importancia histórica o cinematográfica, ni permite que sea reconocible. Pero la diferencia con la tradición que aquí esbozamos es que cuesta percibir una mano que escoge las imágenes. Usa insertos, planos anodinos, brevísimos, en un flujo caótico que cortocircuita la memoria del original, que se resiste a ser archivo y que ya no quiere ser constelación. Es como si, ahora que las imágenes ya no requieren una arqueología, sino que brotan sin interrupción ni orden, la película de remontaje perdiera su vínculo con el pasado y se hiciera solo presente, como cualquier otra película.
No creas que voy a gritar (2019). Frank Beauvais. Estrenada en cines.
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