Por la ventana
Asomarse para contemplar la calle o el cielo o la lejanía requiere cierta disposición para no hacer nada
Desde los aplausos de marzo y abril, balcones, ventanas y terrazas han recobrado algo de la relevancia que habían perdido sin que nadie se diera demasiada cuenta. Entre la intimidad hermética de la vivienda propia y la intemperie de la calle, el balcón y la ventana eran un espacio intermedio, abierto al mundo y también a salvo, permitiendo una efectiva fraternidad con los desconocidos sin romper la burbuja protectora del confinamiento. Yo apenas había pasado tiempo en el balcón en los casi cuatro años que llevaba en mi casa. Habíamos instalado distraídamente un conato de jardín, con un sistema de riego automático que nos eximía del cuidado diario y nos permitía olvidarnos de las plantas durante viajes y ausencias prolongadas. Hasta la jardinería más simple requiere un cierto grado de sedentarismo. Mirar por la ventana o acodarse en el balcón para contemplar la calle o el cielo o la lejanía también requiere cierta disposición para no hacer nada.
Muchas personas ya no recuerdan que el acto de mirar no implica necesariamente mirar una pantalla. En algunos barrios antiguos de ciudades como Lisboa quedan todavía personas no siempre ancianas que pasan mucho tiempo mirando por la ventana, apostadas detrás de los cristales con la atención y la inmovilidad de los gatos, que también son muy adictos a esa forma de indolencia. La vida social de ventana a ventana y balcón a balcón se fue haciendo imposible según el ruido de los coches lo invadía todo. En el barrio donde yo me crie no había balcón en el que no se prodigara el lujo modesto de las macetas de geranios, el deleite de las vecinas que salían a regarlos con el fresco del atardecer y conversaban de un lado a otro de la calle. Las familias emigraban de los pueblos a las capitales y en ellas intentaban revivir la vida antigua de los balcones en las terrazas diminutas de los bloques en las barriadas. Pero la misma planificación urbana que agigantaba los edificios los alejaba unos de otros, y los vecinos y las vecinas de enfrente ya no dejaban nunca de ser desconocidos. Y además los pisos eran demasiado pequeños, y las terrazas, por mínimas que fueran, tenían que cerrarse para ganar un poco más de espacio habitable.
He observado que muchas cosas que la mayor parte de las personas comunes disfrutan les parecen superfluas e incluso ridículas a los arquitectos. En una conferencia de Sáenz de Oiza a la que asistí una vez, el galardonado maestro dedicó una parte del tiempo a quitar importancia a las ventanas de los edificios, a los “balcones con macetitas”, según dijo. Balcones y ventanas habían sido importantes cuando las personas se asomaban a ellos para hacer vida social, y para observar el mundo. Pero ahora, en nuestra época, la información sobre el mundo no les llegaba a la gente a través de las ventanas, sino por las pantallas de la televisión. De ahí que las ventanas, en el juicio experto de Sáenz de Oiza, solo sirvieran para proveer ventilación y claridad. Todo esto lo decía a propósito de aquel edificio suyo de viviendas sociales, recién terminado entonces, que se llamó el Ruedo, muy celebrado por los admiradores del gran arquitecto, aunque no por muchas de las personas a las que les tocó habitarlo.
Efectivamente, al pasar por la M-30 no se ven nunca siluetas asomadas a las ventanas como troneras de ese edificio, ni desde luego cuelgan de sus muros de solidez penitenciaria matas de geranios. Los arquitectos y los urbanistas del siglo XX fueron muy propensos a las abstracciones de la ingeniería social, pero no solían molestarse en observar el comportamiento y las preferencias de las personas concretas que día a día tejen la malla de la vida en una ciudad, y que hacen suyos y vuelven habitables hasta los espacios más inhóspitos. En el confinamiento la inventiva humana solidaria organizó sin consigna alguna la ceremonia cálida de los aplausos a los sanitarios, y la inmovilidad forzosa nos llevó a muchos a descubrir no los territorios exóticos de las modas viajeras, sino el espacio más cercano, las vegetaciones caseras y lujosas, el breve Edén que cabe en un balcón y hasta en el alféizar de una ventana. Ahora voy por la calle y alzo la mirada para curiosear las plantas que cultiva la gente en mi barrio. Durante el mes de julio y parte de agosto puse mucho afán en criar unas matas de tomates. Las regaba cada noche sin falta, les echaba abono, las rociaba con un insecticida en cuya etiqueta se certificaba su bondad ecológica. Cada vez que apuntaba una flor amarilla diminuta ya anticipaba yo la carne opulenta de un tomate bien rojo, abierto y reluciente en un plato de ensalada, con el brillo del aceite de oliva y los cristales de sal. Pasaba los dedos por las hojas de la mata como por el lomo de un animal dócil y al llevármelos a la nariz estallaba toda la cadena de descargas químicas en las que está cifrada la felicidad de la infancia.
Los tomates languidecieron poco a poco, encorvándose bajo el efecto de una prematura decrepitud. Una pelusa blanquecina les encanecía tristemente las hojas. Mi amigo Eduardo Barba, tan erudito en las plantas de la realidad como en las de los jardines de la pintura, dictaminó que mis tomates se habían malogrado por falta de tierra suficiente, y que su debilidad los había hecho vulnerables a una invasión de araña roja. Le hablé de un libro recién publicado en Inglaterra, The Well-Gardened Mind, escrito por la psicoterapeuta y jardinera Sue Stuart-Smith, que cuenta en él los beneficios cada vez mejor estudiados del ejercicio de la jardinería sobre personas con aflicciones mentales graves, desde depresiones muy profundas hasta estrés postraumático. El jardín, escribe Stuart-Smith, participa simultáneamente de la vida interior y de la realidad objetiva del mundo. El que cuida sus plantas, incluso en el espacio reducido de un balcón, se sumerge en sí mismo y deja temporalmente en suspenso sus agobios, pero no se pierde en fantasmagorías porque está anclado en lo real. El crecimiento orgánico es un antídoto contra la impaciencia. Cuenta Stuart-Smith que a un exmilitar torturado por las pesadillas de la guerra la cercanía de un árbol lo serenaba porque era una presencia quieta y no amenazadora. La falta de vida social me la compensa ahora la compañía de las plantas que Eduardo Barba ha organizado en mi balcón. Alguien que pase por la calle alzará los ojos y le darán una alegría.
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