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LECTURA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Unorthodox’, mi verdadera historia

La escritora que inspiró la serie de TV publica esta semana sus memorias. Adelantamos el epílogo en el que recuerda que las escribió para huir de su comunidad. También comenta su experiencia como espectadora de su propia historia en Netflix

La escritora Deborah Feldman, autora de 'Unorthodox', en su casa de Berlín en marzo pasado.
La escritora Deborah Feldman, autora de 'Unorthodox', en su casa de Berlín en marzo pasado.Christophe Gateau (Getty Images)

Esta noche, hace justo 10 años que estaba sentada en el sofá de mi apartamento en una buhardilla neoyorquina, con mi hijo de tres años dormido en la cama doble que apenas cabía en nuestro diminuto dormitorio, y abrí el destartalado portátil para dar comienzo a un manuscrito que al cabo de pocos meses se convertiría en Unorthodox.

En aquel entonces escribía llevada por arrebatos y sobresaltos, casi siempre de noche, cuando mis compañeros de la universidad salían a bares y restaurantes mientras yo, que no tenía con quién dejar a mi hijo, me quedaba en casa. Recuerdo que el futuro me parecía extrañamente comprimido, como un acordeón cuando ha expulsado todo el aire. Solo me sentía capaz de pensar en la semana siguiente o, como mucho, en un mes más allá. Estaba sola y asustada. Durante el día, el cuidado de mi hijo me mantenía distraída y no pensaba en lo peor, pero durante las largas noches vacías no tenía nada más que mi manuscrito, que resultaba un regalo y una maldición por igual.

En noviembre de 2009 llevaba escritas unas 20.000 palabras; todavía me quedaba por delante la mayor parte de mi labor. Tenía 23 años y nunca había escrito nada serio, ni siquiera un artículo de periódico o un relato. Sentía que me había fijado un objetivo inalcanzable.

Escribir un libro era algo necesario si quería ser libre para empezar una nueva vida fuera de nuestra comunidad. La publicidad que me ofrecería sería una forma de presionar a esas personas que siempre me habían arrebatado la voz

Escribir un libro formaba parte de un plan más ambicioso, era algo necesario si de verdad quería ser libre para empezar una nueva vida con mi hijo fuera de nuestra comunidad. La publicidad que me ofrecería me serviría de herramienta, según me explicó mi abogada, sería una forma de presionar a esas personas que siempre me habían arrebatado la voz y, con ello, la fuerza. Se trataba de convencerlas de que me dejaran marchar, de que no merecía la pena luchar por mí.

Desde luego, sabía que podía considerarme muy afortunada por haber firmado un contrato para escribir un libro a mi edad, sobre todo dada mi falta de experiencia. Sin embargo, recuerdo haber pensado que de haber disfrutado del lujo de poder elegir, habría preferido no convertirme en escritora hasta estar debidamente preparada para ello. Desde entonces, he aprendido que la preparación idónea para escribir no existe, solo existe el acto mismo de la escritura. Aun así, en aquella época, las motivaciones prácticas para sacar adelante el libro me pesaban tanto que no lo viví exactamente como un acto de expresión creativa; más bien, me sentía como si estuviera anudando una escalerilla de cuerda con la que escaparía a un lugar seguro. Pensaba que aquello no era "escribir de verdad". Escribir de verdad no era algo que se hacía para asegurarse la propia supervivencia... y sin duda mis lectores se darían cuenta de ello.

No obstante, aquella ventosa noche de otoño, a falta de algo mejor que hacer, abrí el portátil y me puse a teclear, diciéndome que yo debía cumplir con mi parte y dejar que el destino se ocupara del resto. No escribí lo que en un principio había previsto, no me ceñí a mi croquis, que me indicaba seguir un estricto orden cronológico. Simplemente me sumergí en un recuerdo de la infancia y lo describí como si lo estuviera reviviendo en ese momento. Después me sumergí más aún en otro recuerdo, y en otro más, y el proceso empezó a resultarme intuitivo, como si pudiera cerrarle la puerta a esa parte de mí obsesionada con croquis, capítulos, personajes y todas esas cosas que había aprendido en los talleres de escritura de la universidad, y me limitara a confiar en una voz interior que hacía mucho que no encontraba. Y no sé cómo, cuando, cuatro horas después, alcé la vista, ya era medianoche y tenía acabada la mitad del manuscrito.

Ahora, pasados varios años, estoy trabajando en mi primera novela en alemán y todavía llevo semanas, si no meses, esperando a que vuelva a poseerme esa inspiración; son lapsos de tiempo en los que sentarse a escribir significa sentirme atrapada dentro de mi cerebro racional, atrapada construyendo historias como escalerillas de cuerda, hasta que por fin la musa regresa y mis dedos se deslizan febriles sobre el teclado mientras el resto de mi persona se queda paralizada, como si estuviera en trance. El tiempo parece detenerse, y me siento como flotando fuera de mi cuerpo. Esa inspiración ha regresado a lo largo de los años, aunque no tan a menudo como me habría gustado, pero con el tiempo he llegado a entender que siempre ha estado ahí, dispuesta y a punto, y que soy yo la que no siempre he tolerado su presencia. Porque viene del pasado, y el resto de mí intenta estar completamente en el presente para no sentir tanto la carga de todo lo que viví entonces. Somos dos mujeres, una perdida y una que se ha encontrado, intentando hallar aún la forma de colaborar para contar una historia.

Hacia el final de Unorthodox, escribo que me siento como si hubiera aniquilado a mi antiguo yo para hacer sitio a mi nueva identidad; mis memorias habrían de ser sus últimas palabras. Sin embargo, hace 10 años no estaba ni en mi pasado ni en mi presente. Me encontraba en una especie de limbo, y por eso Unorthodox es el libro que es, porque fue escrito en un estado de ingravidez intermedia, terrorífico a la vez que mágico. Si me hubiera tomado un tiempo para prepararme, si hubiera esperado a escribirlo con más madurez —ahora, por ejemplo—, sin duda lo habría terminado, pero no habría sido el libro que debía ser y no habría provocado el impacto crudo y desgarrador que los lectores me han descrito. El motivo por el que Unorthodox resulta tan crudo es porque fue así, porque yo estaba rodeada de crudeza mientras lo escribía, y eso no es algo fácil de recrear en retrospectiva.

Tras deshacerme de la piel de mi antiguo yo, no descubrí de repente una versión más auténtica debajo. Cuando tienes que dejar atrás toda tu vida a golpes de hacha, no te queda mucho para seguir adelante. Tardas una década en construir tu nueva identidad y tu nueva vida, y si alguien me hubiera dicho lo duro que sería, tal vez no me habría atrevido a aceptar el desafío.

Aun así, tampoco esperaba que fuera fácil. No imaginaba un final de cuento de hadas, y creo que eso me ayudó. La felicidad tiene la costumbre de jugar al escondite cuando la buscas a conciencia, pero a menudo te sorprende cuando menos te lo esperas. Yo encontré mi versión de la felicidad en Berlín. Si alguien lo hubiera predicho diez años atrás, la idea me habría parecido hilarante, casi diría que una locura.

Salir de la comunidad ultraortodoxa ha pasado de ser una anomalía a constituir un movimiento. Antes se podían contar con los dedos de las manos las personas que habían salido ahora se cuentan por miles

Hace ya cinco años que vivo en Berlín. No soy la única de los míos que ha encontrado un hogar aquí. Berlín está lleno de refugiados y fugitivos de toda clase, entre ellos una comunidad de exjasidíes y judíos ortodoxos. En parte es porque Berlín es eso: una ciudad que, como bromean sus habitantes, se construyó sobre arena y pantanos, sin raíces, y es perfecta para aquellos que han dejado atrás las suyas, pero también para aquellos a quienes se las han arrebatado en contra de su voluntad. Sin embargo, también hay que tener en cuenta que el pasado se hace mucho más llevadero cuando te alejas físicamente de él. La ciudad de Nueva York sigue siendo el sueño de muchos jóvenes, pero para mí es un patio trasero lleno de cadáveres, un laberinto de rostros familiares que solo me trae malos recuerdos. Lo que otros buscan en Nueva York yo lo he encontrado en Berlín.

El pasado verano terminó la producción de una miniserie de cuatro episodios inspirada en el libro que escribí hace 10 años. La serie se rodó en mi idioma materno, el yiddish, en platós de Berlín y con un equipo increíble de mujeres judeogermanas, judeoamericanas y alemanas. (Participaron también algunos hombres.) Llevar la historia de Unorthodox a la pantalla fue un sueño que arraigó en Berlín, y que, de eso estoy convencida, solo era posible aquí. Encontrar a mujeres capaces de aportar tantísima sabiduría y pasión al proyecto —y tan buena disposición a explorar un territorio nuevo— es algo que jamás habría imaginado antes de llegar a esta ciudad, un lugar donde la expresión creativa apenas conoce ninguno de los límites convencionales.

Una de las mayores sorpresas al crear Unorthodox, la serie de Netflix, fue que atrajera como por arte de magia a hombres y mujeres con pasados similares al mío. Vinieron a trabajar de actores y extras, de asesores y traductores, y en cierto momento estar en el plató fue casi como asistir a una reunión especialmente emotiva. Al final, la historia que se narra en la serie, aunque está inspirada en los acontecimientos de mi propia vida, también es mucho más. Es la historia de numerosas personas comprimida en una, una historia que podría ser la mía o la de cualquier otro; incluida la tuya, lector. Aunque se han cambiado pequeños detalles, los temas del dolor, el conflicto, la soledad y la humillación siguen siendo los mismos. Por eso, ser testigo de cómo el libro de Unorthodox se convertía en la serie de Unorthodox fue como contemplar la historia de mi propia vida convirtiéndose en parte de una narrativa cultural más extensa, un fenómeno que me ha resultado profundamente gratificante. Cuando era más joven, leía libros sobre musulmanes y cristianos rebeldes, y más adelante vi también películas sobre ellos, pero siempre me resultaba complicado identificarme con esos relatos. El mayor logro de esta serie es su capacidad de servir como ejemplo de un viaje que muchos han realizado y para el que, sin embargo, sigue sin haber mapas detallados.

Durante la última década, salir de la comunidad ultraortodoxa ha pasado de ser una anomalía a constituir un movimiento. Antes se podían contar con los dedos de las manos las personas que habían salido de allí. Ahora, se cuentan por miles, desaparecen en el anonimato de grandes ciudades de todo el mundo, se reinventan como mejor pueden. Algunos incluso se presentaron a trabajar de extras en Berlín, en un plató donde se hablaba su lengua materna, donde podían sentirse reconocidos al instante y donde la historia que contribuían a contar era muy parecida a la suya. Para el antiguo rabino y la fugitiva adolescente, para la estudiante con beca Fulbright y el hombre que había cambiado el rumbo de su vida al llegar a la crisis de los cuarenta, las escenas que rodamos contenían una verdad que nos hablaba a cada uno de nosotros en una lengua primigenia.

Hace unas semanas, cuando pude ver todos los episodios tras la primera fase de montaje, por fin cobré conciencia de la magnitud de lo que habíamos creado juntos y comprendí que Unorthodox ya no era mío. Lo había liberado y, al hacerlo, Unorthodox me había liberado a mí.

Berlín, noviembre de 2019.

Unorthodox. Mi verdadera historia. Deborah Feldman. Traducción de Laura Martín de Dios y Laura Manero Jiménez.Lumen, 2020. 392 páginas. Papel: 20,90 euros. Digital: 9,99 euros.

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