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LECTURA

Goran Petrović: pasión por la lectura

'Babelia' adelanta un fragmento de 'La mano de la buena fortuna', en la que el escritor serbio Goran Petrović rinde homenaje a la lectura y los lectores y que publica en español la editorial Sexto Piso

Era una frase en serbio. Y también la siguiente. Compuesta manualmente. Impresa en letras cirílicas. Entre los renglones se vislumbraba la impresión del reverso de la página. Originalmente de un blanco perfecto, el papel presentaba manchas amarillas del tiempo que se cuela por todas partes…

Esperando a que el joven examinara la página introductoria del libro, el hombre misterioso aparentaba entretenerse con la inspección de la oficina, un cuartucho al fondo del pasillo que no se había vuelto a pintar desde hacía tiempo. La estrecha habitación polivalente contenía sólo un archivador en desuso con una chapa varias veces forzada, un perchero con base, dos sillas destartaladas, un escritorio y una maceta con una desam-parada flor de pascua. El pequeño y deslucido escritorio de bordes desgastados, apenas suficiente para albergar los seis tomos del Diccionario de la lengua serbia, una edición de la Ortografía de la posguerra y un montón de textos periodísticos recién impresos esa semana.

La luz en el cuartucho era débil; los picados hombros del edificio gubernamental vecino tapaban la vista desde la ventana, por lo que había que esperar hasta el mediodía para recibir una rojiza tajada de sol, que allí nunca duraba más de un cuarto de hora, siempre y cuando no estuviera nublado como ese día de finales de noviembre. Tal vez por eso el joven estaba encorvado, con el rostro casi metido entre las tapas del libro. Después de leer la primera página, la pasó con cuidado, pero no prestó atención a los siguientes renglones antes de cerrar el libro y empezar a inspeccionar la encuadernación hecha de safián rojo frío, desde luego demasiado elegante para los tiempos actuales.

–¿Entonces? –dijo el hombre, sin que su rostro delatara emoción alguna que fuese digna de una descripción.

–¡¿Entonces?! –El joven se andaba con rodeos a pesar de que intuía lo que se esperaba de él, tratando de ganarse otro instante para reflexionar.

–Entonces, decídase, ¿acepta? –El hombre frunció el ceño ligeramente.

–No estoy seguro… –comenzó Adam Lozanic´, estudiante de Filología, becario del departamento de Lengua y Literatura Serbias, corrector externo de la revista de turismo y naturaleza Nuestras Bellezas–. No estoy seguro de qué debo decir, esto ya es un libro, no un manuscrito.

–Claro que no. Lo importante es que usted cumpla con las condiciones. Lo cual significa que no va a dejar ninguna anotación u otra huella escrita más allá del estricto objeto de su trabajo. La discreción se sobreentiende. Si considera que la remuneración es insuficiente, estoy dispuesto a ofrecerle… –El hombre se inclinó hacia él con un tono confidencial.

Adam ya se había quedado pasmado con la primera oferta que le había hecho. Con la suma, ahora duplicada, podría vivir cómodamente cinco o seis meses sin preocuparse por el alquiler, terminar tranquilamente su tesis de licenciatura y, por fin, acabar sus estudios. Y si a esto le añadimos su trabajo como autónomo en la revista Nuestras Bellezas, tendría suficiente para salir del desastre económico en el que se encontraba.

–Es generoso. Pero mi trabajo tiene sentido, cómo decirlo, sólo si se aplica a los manuscritos. El libro es algo ya impreso, definitivo, y ahí la corrección o la lectura no pueden cambiar gran cosa. Además, no sé qué diría de todo esto el autor, el susodicho… –vacilaba el joven, abriendo de nuevo las tapas de safián; en la portada interior destacaba el título mi legado en letras grandes, y más abajo: «Escrito y publicado por cuenta del señor Anastas S. Branica, literato».

–Creo que no tendrá nada en contra; hace cincuenta años que no está entre nosotros –dijo el hombre con una sonrisa forzada–. Insisto, no tiene parientes. Pero, aun si los tuviera, este ejemplar es propiedad privada y considero que tengo derecho a hacer algunas correcciones. Si quisiera, yo podría subrayar renglones, llenar márgenes, incluso arrancar las hojas que no me gustan. No obstante, quisiera que usted hiciera algunos cambios pequeños, según mis instrucciones y las indicaciones de mi esposa. Su editor dice que usted es muy cuidadoso. Nuestra profesión es muy parecida, y supongo que ésa es la mejor recomendación que puede recibir la gente de nuestro oficio…

Adam Lozanic´ posó sus manos sobre las tapas del libro.

Cada vez que preparaba sus exámenes y cavilaba sobre cuál de los libros de las largas listas de obras recomendadas debía leer primero, le parecía que de ese modo podía percibir los latidos de un texto. Antes de comenzarlo, siempre practicaba esa superstición ingenua. A pesar de la fría encuadernación de ese cuero llamado safián, este libro era cálido e intensamente vivo, su pulso oculto palpitaba bajo las yemas de los dedos del joven. Como si lo hubieran escrito hace un instante, no difería de los manuscritos recién terminados, aún calientes por los febriles temores y esperanzas de sus autores. Tal vez fue justamente ese calor lo que hizo que se decidiera.

–Está bien, voy a intentarlo –dijo–. No puedo decirle a ciencia cierta para cuándo lo tendré terminado, es bastante voluminoso; además, las reglas de ortografía han cambiado varias veces desde entonces, la puntuación es inadecuada, usted habrá notado el punto después del título; y luego, el léxico, la parte más sensible… En realidad, no estoy seguro, ¿en qué aspectos quiere que intervenga?

–¿Cuándo podría empezar? –preguntó el hombre misterioso haciendo caso omiso de aquello.

–Mañana por la mañana. Esta noche ya estoy demasiado cansado, los artículos periodísticos son tan diminutos y están tan plagados de errores… Las letras titilan ante mis ojos incluso cuando no estoy frente a ellos. Podría comenzar mañana por la mañana… –se demoraba el joven innecesariamente, como si evitara preguntarse en qué asunto se estaba metiendo.

–Entonces, a las nueve en punto. No se retrase. Si me veo impedido, lo recibirá mi esposa. –El cliente se levantó y salió del cuartucho.

Adam Lozanic´ se quedó mirando fijamente el calendario ladeado, clavado en la puerta que acababa de cerrarse. El indicador cuadrado marcaba el lunes 20 de noviembre. ¿¡Lo recibirá mi esposa!? ¿¡Dónde!? ¿¡Y qué podría significar todo eso!? ¿Acaso conocería el misterioso hombre su pequeño secreto? Se estremeció. Sin embargo, estaba convencido de que jamás se lo había dicho a nadie. Desde hace un año, de vez en cuando le parecía que durante sus lecturas se topaba ¡con otros lectores! Sólo de vez en cuando, esporádicamente, pero cada vez con mayor claridad, recordaba a esa gente, en general desconocida, que simultáneamente leía con él el mismo libro. Recordaba algunos detalles como si realmente los hubiera vivido. Con todos sus sentidos. Por supuesto, jamás se lo había confesado a nadie. Lo tomarían por loco. En el mejor de los casos, chiflado. A decir verdad, cuando se ponía a pensar en esas cosas extrañas, él mismo llegaba a la conclusión de que su personalidad rayaba peligrosamente el límite del sano juicio. ¿¡O imaginaba todo eso por el exceso de literatura y la falta de vida!?

Al recordar la lectura, se dio cuenta de que era hora de emprender el trabajo que seguía manteniéndolo por el momento. Lo esperaban nuevos textos, así que le sacó punta al lápiz y se puso a trabajar, apenas consultando la Ortografía y los tomos del Diccionario. Había montones de artículos, pero el mismo editor jefe le facilitaba el trabajo ordenándole que pusiera atención sólo a la corrección ortográfica. Cambiar el orden de las palabras, las palabras mismas o los datos, ni siquiera debía pasar por su mente.

–Lozanic´, téngalo presente, no se canse en vano, ¡ése no es su campo! –insistió con rigor varias veces, sin titubear en sacudirse, delante de él, la caspa de los hombros y del cuello de su chaqueta cruzada azul marino.

–Señor, permítame, aquí se escapó un error sustancial, no puedo permitir que se diga que el Kopaonik mide casi dos mil quinientos metros, cuando la altura oficial del Pico de Pancié, yo lo consulté en los mapas, ¡es de dos mil diecisiete metros! –se opuso una vez el joven colaborador.

–¡Casi! ¿La palabra «casi» significa algo para usted? Es pequeña, pero suficiente para cubrir la diferencia. ¿Y dónde está el error ahí? Lozanic´, usted es un filólogo serbio, aún por diplomarse, eso sí, pero geógrafo seguro que no es. El ple-gamiento de la corteza terrestre no es una cosa acabada. Además, ¿tiene usted siquiera una pizca de orgullo nacional? ¡¿Acaso usted lo redondearía a sólo dos mil?! ¡Vaya ahorrador! Si me preguntaran a mí, yo pondría ¡hasta tres mil! Ahora váyase y no vuelva de nuevo con su tacañería y esa cobardía cicatera. –Por un instante el editor dejó en paz la caspa en su cuello para despedirlo con un ademán de impaciencia.

Nuestras Bellezas salía quincenalmente. Adam Lozanic´ tenía la obligación de ir a la redacción los lunes y revisar los artículos enviados por los corresponsales permanentes de todas las partes existentes e inexistentes del país. El encargo que esperaba llegó a tiempo, tendría toda una semana disponible para el trabajo mejor pagado de toda su carrera de lector y corrector. Tal vez por eso mismo, el joven no dejó de corregir deliberadamente la parte introductoria del número especial en la que se enumeraban, con demasiado entusiasmo, las riquezas patrias en materia de caza. Tachó en el texto al problemático «reno» y al lado anotó: «Incorrecto. Como es sabido, en nuestras tierras no se encuentra esta especie de animal polar».

Traducción de Dubravka Sužnjević.

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Autor. Goran Petrović.


Traducción: Dubravka Sužnjević.


Editorial: Sexto Piso, 2020.


Formato: tapa blanda (296 páginas, 19,90 euros).


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