Martha Nussbaum: “Puedes amar a tu país sin querer dañar a los demás”
La filósofa estadounidense publica La tradición cosmopolita y emprende la revisión crítica de un ideal que considera noble pero imperfecto
Diógenes el Cínico fue el primer cosmopolita. Cuando le preguntaron que de dónde venía no quiso hablar de su clase social, ni de su genéro masculino, ni de su estirpe, ni de su condición de hombre libre. Respondió kosmo-politês, “ciudadano del mundo”, y la filósofa estadounidense Martha Nussbaum (Nueva York, 73 años) parte de esa historia para examinar la validez de aquella idea en La tradición cosmopolita, un noble e imperfecto ideal (Paidós). En Estados Unidos arrecia ese lema de America First en la era Trump y una de las pensadoras más destacadas del país, que ha tratado asuntos tan diversos como las emociones, la desigualdad o el envejecimiento, se volcó a examinar el opuesto al nacionalismo. Muy Nussbaum.
Catedrática en la Universidad de Chicago y premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2012, la prolífica autora de 25 libros —entre los que se encuentran La ira y el perdón, La fronteras de la justicia o La monarquía del miedo— se detiene en este nuevo trabajo a examinar si las posesiones materiales “no importan a la hora de ejercer nuestras capacidades para elegir ni para otros aspectos de nuestra dignidad”. De paso, va apuntando las fallas y resquicios que presenta el cosmopolitismo y ensanchando la discusión para incluir a autores como Cicerón a Adam Smith. “No somos criaturas amorosas aparentemente cuando filosofamos”, escribe Nussbaum, y efectivamente la autora es parca y estricta. Solo accede a responder a seis preguntas por correo electrónico, sin posibilidad de réplica.
PREGUNTA. ¿Quién puede hoy definirse como cosmopolita?
RESPUESTA. Se usa esa palabra de maneras muy distintas, pero yo siguiendo la tradición filosófica, defino como cosmopolita a alguien que considera que uno debe anteponer siempre los intereses del conjunto de la humanidad a los de la república de la que uno forma parte o a los de su propia familia. Mi libro argumenta que, por distintos motivos, esta no es una postura tan buena, por eso no me preocupa el hecho de que hoy poca gente la suscriba. El núcleo, la parte defendible del cosmopolitismo, que se sostiene después de mi crítica, es que uno debe promover los derechos humanos en todo el mundo, y también los derechos de los animales y de la Naturaleza, además de cumplir con las obligaciones especiales para con la familia de uno o sus conciudadanos.
P. ¿El auge del nacionalismo en los últimos años se debe a un declive del cosmopolitismo?
R. Si ha habido un declive eso sería algo bueno puesto que el cosmopolitismo es un planteamiento defectuoso. Pero hay maneras buenas y malas de sentir apego a la nación de uno. Piense en las familias. Los padres típicamente dan un cuidado y amor especial a sus hijos. Pero hay algunos padres que también quieren que todos los niños crezcan sanos y se desarrollen; y aunque ellos no los críen, están felices de pagar impuestos que sean empleados en el bienestar de los demás niños. Otros quieren que a sus hijos les vaya bien y no les importa si a los otros les va mal. Así que intentan no apoyar las políticas que tratan de elevar el bienestar de todos los niños. Esta misma distinción se da con el nacionalismo: uno puede sentir un amor y un sentido del deber especial hacia su país, sin querer hacer daño a los demás.
P. El cosmopolitismo defiende la dignidad e igualdad de todos, y de esta misma premisa parten las protestas que recorren Estados Unidos. ¿Hay un componente cosmopolita en esas manifestaciones que además se han expandido a otros países? También escribe que la justicia necesita recursos, y eso parece resonar con las peticiones para recortar los fondos asignados a las fuerzas policiales.
R. Creo que estas protestas siguen la gran tradición de Martin Luther King, Jr., que pensaba que lo que estaba en juego era la dignidad de todos los seres humanos en cualquier lugar del mundo. Lo podrías llamar cosmopolitismo parcial. Y sí, la petición de reasignar los recursos destinados a las fuerzas policiales y trasladarlos a la financiación de políticas sociales es algo que yo y otros partidarios del llamado enfoque de las capacidades hemos reclamado desde hace años. En mi libro La ira y el perdón, escribo que el castigo penal es la admisión de un fallo cometido por el conjunto de la sociedad.
P. Explora los problemas intelectuales y prácticos inherentes a la tradición cosmopolita. ¿Diría que esos problemas han ido cambiando?
R. Gradualmente, a lo largo de la historia se reconoció la importancia de los recursos materiales que la tradición cosmopolita negaba: Grotius y Adam Smith hicieron aportaciones fundamentales. También la importancia moral de la nación de uno, como lugar que expresa la autonomía humana y el derecho a hacer las leyes que queramos, fue reconocida por Cicerón en la Antigua Roma, y, más delante, de nuevo por Grotius, que también marcó el inicio del reconocimiento de la importancia moral del cuidado del medio ambiente.
P. Escribe que “el espacio entre y por encima de los Estados siempre es moral pero no siempre es legal” y señala la ineficacia de las instituciones internacionales. ¿Necesitan ser reinventadas?
R. Cualquier organización supranacional como la ONU está destinada a no rendir cuentas suficientemente ante la gente, y, por tanto, a tender a la corrupción. Lo que necesitamos en su lugar es una tupida red de acuerdos internacionales e instituciones, incluidas la OMC, la Corte Penal Internacional, la OIT, y otras. Deberíamos desarrollar estas instituciones y hacerlas mejores. P. Expone la paradoja moral que se puede esconder tras una donación. “Donar reconforta al donante, pero esa no puede ser la medida de esa acción”. ¿Es este el problema de la filantropía? R. Lo que traté de decir, siguiendo al gran economista Angus Deaton es que lo importante es crear una infraestructura sanitaria decente y duradera. El dinero que viene de fuera es contraproducente porque hace que la gente se vuelva laxa respecto al esfuerzo político que debe acometer. Hay muchas otras cosas que uno puede hace para ayudar a naciones más pobres: intercambio intelectual, transferencia de tecnología, ir allí y ayudar directamente en comunidades y escuelas. Muchos piensan que se puede hacer el bien sin dedicar un esfuerzo personal, pero esto no parece ser cierto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.