Viaje a la isla imposible
El activo más valorado en Los Ángeles es una buena historia. La propia ciudad es una gran puesta en escena
Desde el momento en que llegué a América, todo el mundo me dijo que Los Ángeles era horrible, que me iba a gustar mucho San Francisco pero iba a odiar LA, así que me había convencido a mí mismo de que me iba a gustar. Y así es, llego y estoy inmediatamente entusiasmado: sí, esta es la ciudad americana, la ciudad imposible”. Italo Calvino describió así su llegada a Los Ángeles en 1960 para dar clase un semestre en UCLA. Difícil no identificarse. Personalmente, me hace más gracia cómo lo canta Miley Cyrus en Party in the USA: “Me subo al taxi / Aquí estoy por primera vez / Miro a la derecha y veo el cartel de Hollywood / Todo esto es de locos / Todo el mundo parece súper famoso”. Cualquiera de los dos vale para describir cómo es aterrizar en la capital del Pacífico con tiempo por delante para dejarse seducir por ella.
El aforismo más acertado que yo haya escuchado sobre este lugar, y creo que los he escuchado todos, dice: “Nueva York es una ciudad de la que te enamoras a primera vista y, cuando vives en ella, aprendes a odiarla. Los Ángeles es una ciudad que odias a primera vista y, cuando vives en ella, aprendes a amarla”. Los Ángeles es la otra, la fea. No hay nada que ver. Es una ciudad de vivir. Los rincones instagrameables de una ciudad se acaban en algún momento. La imaginación, no. Tú decides cuánto quieres y cuándo paras.
La urbe está diseñada y entrenada para provocar una suspensión voluntaria de la incredulidad
El activo mejor valorado de esta ciudad es una buena historia. El periodista Dennis McDougal me contó la de un tipo que se hacía llamar Príncipe Michael Alexandrovich Dmitry Obelensky Romanoff. Afirmaba que era de la realeza rusa. En 1940, abrió un restaurante en Beverly Hills llamado Romanoff. En realidad, se llamaba Harry Gerguson y probablemente era de Brooklyn. Todo el mundo lo sabía. Pero a la élite de Hollywood le dio igual. La historia era tan buena, y él interpretaba tan bien su personaje de aristócrata exiliado, que el restaurante fue un gran éxito.
La ciudad misma es un posado tan profesional que da gusto creérselo. Una de las cosas más sorprendentes al llegar, por ejemplo, es el verdor. Desde el césped hasta auténticas selvas domésticas, con jacarandas, magnolios y palmeras por las calles, Los Ángeles es un vergel urbano. Pero esto se debe al trasvase masivo de agua de otras partes de California. Debajo, es un desierto. Una “isla en tierra”, como lo definió el gran cronista de los cuarenta Carey McWilliams en An Island on the Land. Todas las especies de árboles, hasta las palmeras, son importadas. “La apariencia es engañosa e ilusoria, porque esencialmente es una tierra árida y estéril”. En esa isla, que ya entonces McWilliams llamaba ciudad-Estado, “el único activo real es el clima”. “El tiempo es predecible hasta la monotonía”.
Los Ángeles es una ciudad-planeta, una isla descomunal, pero isla al fin y al cabo. Está diseñada y entrenada para provocar una suspensión voluntaria de la incredulidad, el truco que hace que te relajes en la butaca y te lo creas. Ha sido perfeccionado durante décadas por genios de la ingeniería, la literatura, la música y el cine. Pero incluso esos genios, en algún momento, dejaron de creerse sus propias historias. El 12 de julio de 1956, en una carta a un amigo, Raymond Chandler escribió: “No me puedo permitir vivir aquí. No tengo nada de lo que escribir. Para escribir de un lugar tienes que amarlo u odiarlo, o las dos cosas por turnos, que es la forma en que se suele amar a una mujer. Pero el sentimiento de vacuidad y aburrimiento… eso es letal”. Ese es el límite de Los Ángeles. En esta gran impostura urbana se permite todo, menos aburrir. En el momento en que se acaba la música y se encienden las luces, se ve la arena del desierto.
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