Poeta, graba tu palabra y rómpete
El confinamiento ha llenado Internet de gente recitando versos. La poesía moderna nació contra el recitado, pero fue la primera en registrarse en disco
Dura desde hace siglos la discusión acerca de si las sílabas largas y breves del griego y del latín tienen equivalencia con las tónicas y átonas de las lenguas modernas. Rubén Darío formó parte de la egregia serie de poetas que intentaron reproducir el hexámetro clásico, en su caso en un himno, Salutación del optimista: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda…”. Unos años más tarde, los vanguardistas consumaron el divorcio definitivo de poesía y música: ¿cómo se lee un caligrama, o la descomposición de la palabra en partículas literalmente insignificantes con que se cierra Altazor, de Huidobro? Paradojas de la tecnología: ellos fueron los primeros que pudieron dejar registro de sus voces. En efecto, podemos escuchar a Apollinaire leyendo Le Pont Mirabeau: repone firmemente la escansión que parecía haber despreciado al eliminar las comas y los puntos. También los eliminó André Breton, discípulo renegado de Apollinaire y poeta muy inferior a él, cuya grabación de L’Unión libre consiste en una letanía de metáforas extremadas, casi siempre cursis, sobre el cuerpo de la amada. Tenemos a Ezra Pound leyendo su Sestina: Altaforte sobre un redoble de tambores: el dramatismo de circo parece más cerca de un mitin fascista que de Arnaut Daniel, a quien homenajea.
El siglo XX dio lugar a una nueva manera de leer poesía: escucharla en la voz de su autor y evocar esa voz al leerla. Cuando se ha oído a Lezama Lima modulando sus finales de versos como si fueran frases interrogativas es difícil no repetir ese movimiento en cada relectura. La dicción solemne de Neruda, en cambio, parece excesiva y la memoria se niega a retenerla. Esos discos de vinilo, como el que grabó Alberti en México, tenían un valor casi sagrado para quien los atesoraba. Hay lagunas significativas: ningún poeta de la generación del 27 hizo tantas lecturas públicas como García Lorca, y en cambio no hay registro de ninguna de ellas, solo una grabación de 1931 en que acompaña al piano a La Argentinita en Los cuatro muleros. La voz de Alejandra Pizarnik solo se conserva en su presentación del primer libro de Arturo Carrera. Por otro lado están las recitadoras, que tuvieron una enorme popularidad durante décadas y cuyo auge no se ha apagado del todo: a través de sus performances en teatros y sus discos, Berta Singerman hizo que los poemas feministas de Alfonsina Storni llegaran a un auditorio mucho más amplio que el de bibliotecas y librerías. Núria Espert todavía recorre España declamando a Lorca.
Internet desmaterializó ese acervo a la vez que le dio acceso universal: la mayoría de los sitios exhiben el carácter acumulativo y descategorizado característico de todo el espacio virtual. PennSound, de la Universidad de Pensilvania, ofrece podcasts de numerosos poetas en lengua inglesa: Hilda Doolittle (leyendo, completo, Helena en Egipto), W. B. Yeats anunciando que se levantará para irse a La isla del lago Innisfree, Ted Berrigan, John Ashbery, Kenneth Rexroth acompañado de una banda de jazz, Allen Ginsberg orando las síncopas de su Howl y su Kaddish, Adrienne Rich con su pronunciación clara y rotunda. Ese amplio catálogo incluye a la centenaria poeta neoyorquina Naomi Replansky poniéndole voz Emily Dickinson y a William Blake.
En el ámbito europeo, un proyecto precursor, de notable calidad, es Lyrikline, con sede en Berlín, que aúna grabaciones —con traducciones al inglés y al alemán— de autores en más de 80 lenguas. Allí se puede escuchar a Josep Maria de Sagarra leyendo su Balada dels tres fadrins o unos versos en yidis de Evgeny Kissin, célebre pianista ruso residente en Londres. Se asiste a la magistral interpretación que de sus poemas hace Raúl Zurita —el poeta en castellano con mejor performance escénica de lo que va de siglo— o la cadencia consonántica del suajili en la voz de la keniana L-ness. Restringido al ámbito español y latinoamericano, el sitio Palabra Virtual permite recuperar las voces de Delmira Agustini o de Alberto Girri, entre muchas otras. Destaco dos: la magnífica ejecución de la uruguaya Marosa di Giorgio y la lectura de Borges del soneto Buenos Aires: es interesante ver cómo resuelve sus deliberados encabalgamientos fuertes.
El poeta es ante su texto escrito como un actor ante un drama o un músico ante una partitura: un intérprete. ¿Es uno más? ¿O es el que fija la lectura canónica, en tanto la puesta en voz tiene, inevitablemente, una consecuencia hermenéutica? En 1922, Virginia Woolf escribió en su diario, al día siguiente de que T. S. Eliot cenara en su casa: “Lo cantó [La tierra baldía], lo salmodió, lo ritmó; tiene una gran belleza…”. En su vocalización, Eliot parece encontrar el equilibrio entre su osadía como poeta y su severa doctrina como crítico, editor y prescriptor cultural.
Pocos gremios se habrán adaptado mejor al confinamiento que el de los poetas: sospecho que en los próximos meses habrá cientos de manuscritos a la búsqueda de unos editores que ya se preparan para esconderse debajo de la cama por una larga temporada. Por ahora, miles de podcasts atestan las redes. Si se saben apartar las masas de sacarina verbal (una versificadora diciéndole a la cámara de su móvil algo así como: “En la nueva normalidad estará prohibido no abrazar”, en el intento de recaudar corazoncitos en Twitter: las redes sociales han potenciado el carácter mendicante de la orden poética), se puede dar con algunas selecciones serias, como PoesíaVoz, de la librería madrileña Enclave de Libros. Acaso algo quedará de todo esto —como diría Onetti— cuando ya no importe.
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