Maneras de restituir una obra de arte a la Iglesia
La voluntad de los Uffizi de devolver la 'Madonna Rucellai' a Santa Maria Novella, en Florencia, reaviva el debate sobre el destino apropiado para muchas piezas de los grandes museos
Uno de los temas relativos a cuestiones de patrimonio e historia del arte que en los últimos años ha hecho correr más tinta es el tema de la restitución, bien a países a los que les fue arrebatada una parte importante de sus más preciados bienes en periodos coloniales, bien durante conflictos bélicos, sobre todo el provocado por el expolio nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
Centrándonos en el primer caso, el debate se establece habitualmente como un conflicto entre las antiguas potencias coloniales y sus antiguas colonias, y el argumentario de ambas partes en favor de sus intereses, está también perfectamente establecido en sus términos generales. Las antiguas colonias claman por la restitución de una parte fundamental de su patrimonio usurpado cuando esos territorios no tenían capacidad para defenderse. Dichas obras se conservan y exponen en ciertas ocasiones en museos imperiales (aunque nunca porten ese nombre), circunstancia que implica, desde su punto de vista, una humillante derrota que se sostiene sobre la falsa (por hipócrita) idea de un pasado compartido. Frente a este punto de vista, las antiguas potencias coloniales se defienden, mientras tratan de aguantar la presión interna y externa, alegando que su transporte al museo donde ahora se exponen garantizó y sigue garantizando su supervivencia, por la estabilidad política que se vive en Europa y Norteamérica y por las excelentes condiciones de conservación de dichos museos. Además, desde una perspectiva estrictamente legal, en muchos casos la adquisición y exportación se llevó a cabo con el beneplácito de las autoridades locales, por lo que en términos estrictos no se trataría de un expolio, sino de una adquisición legítima que requiere de un proceloso estudio caso por caso antes de tomar una determinación.
Una nueva variable del siempre espinoso tema de la restitución de obras de arte la ha protagonizado el director del Museo de los Uffizi (Florencia), Eike Schmidt, quien, en unas declaraciones recogidas por diversos medios italianos, se ha manifestado a favor de lo que podríamos llamar la restitución doméstica, que en algunos detalles me ha recordado la situación descrita en el párrafo anterior. La propuesta se realiza a propósito de una obra concreta procedente de Santa Maria Novella, cuyo retorno propone: la Madonna Rucellai, de Duccio di Buoninsegna. Pero, su mentor va más allá y sugiere, a partir de este ejemplo concreto, abrir el siempre conflictivo melón de la restitución de obras de arte a la Iglesia en términos más generales.
Pues bien, recogiendo la propuesta de iniciar un debate sobre ello planteada por Schmidt, encuentro ciertas dificultades para asumir su premisa de partida, esto es, presentar como un “acto de coraje” (así lo caracteriza su promotor) una operación de restitución cuyo alcance no se delimita. ¿Estamos hablando de todas las obras? ¿Si no es así, con qué criterio se seleccionarían? ¿A todas las iglesias? ¿Solo las italianas? ¿En esta operación participarían únicamente los museos estatales o también los eclesiásticos? En otras palabras, ¿Debería volver El entierro de Cristo de Caravaggio a la Chiesa Nuova y abandonar la Pinacoteca Vaticana? ¿Están los museos públicos en disposición de exigir a las iglesias depositarias las mismas condiciones de visita, horario, exposición, climatización, seguridad o manipulación de obras de arte, que tienen los grandes museos? ¿Tiene el Estado (en estricta asunción de su responsabilidad) los medios para controlar su riguroso cumplimiento? ¿Por qué parar en la restitución eclesiástica? ¿Seguimos?
Es cierto que conocemos la propuesta a través de los entrecomillados reproducidos por la prensa durante la reapertura del Palazzo Pitti y de una breve entrevista concedida al Corriere della sera (29 de mayo de 2020), y lo es también que sus palabras podrían seguramente matizarse hasta reproducir fielmente la intención de su autor, aunque, en mi modesta opinión y en los términos expuestos, tal propuesta probablemente conduciría a una guerra cruenta entre las instituciones donde ahora se exponen y aquellas que se sintieran con derecho a reclamar su restitución.
Schmidt realiza la propuesta “esperando que se abra un debate” y creo que lo merece, porque, a pesar de lo que pudiera parecer por lo afirmado hasta ahora, no estoy en desacuerdo y reconozco que su “coraje” podría aportar elementos positivos. Siempre y cuando, se lograra llegar a un acuerdo sobre su procedimiento y alcance. Los criterios para establecer una restitución de forma ordenada pueden ser tantos como obras a restituir y no pretendo establecer un catálogo, asunto que supera con mucho los límites de este artículo. Pero, como intenté establecer más arriba, el argumento de restituir a su emplazamiento original por razones históricas, estéticas o espirituales no es, a mi entender, suficiente. Igualmente podrían esgrimirse razones de conservación, de exposición, o seguridad que, probablemente, aconsejarían lo contrario. Empecemos por el principio: ¿Existe un derecho legítimo de la iglesia para reclamar la restitución? ¿Existe una obligación, aunque sea de carácter moral, para proceder a ello? En mi opinión la respuesta a ambas preguntas es negativa. La restitución no debería en ningún caso responder a un sentimiento de asunción de culpa por parte del estado, de reparación por supuestos expolios (reales o no), más propios del debate postcolonial antes enunciado. Estamos, o deberíamos estar, ante un debate de distinta naturaleza.
Desde mi punto de vista, el principio que debería regir esa restitución doméstica (que, insisto, me parece una propuesta que aporta elementos positivos), no puede ser otro que el concepto ilustrado del bien común: el de la iglesia (y sus fieles), los amantes del arte y los territorios donde se aplique, que no deberían ser necesariamente urbanos. Es por todo ello imprescindible establecer de forma más precisa los límites de la misma. Y creo que, para ello, la política emprendida hace años por el Museo del Prado podría servir de elemento de reflexión en este debate. Efectivamente, el Prado ha llevado a término complejas operaciones de restitución, de acuerdo con diferentes tipologías. Destaca la realizada al Monasterio del Paular (Comunidad de Madrid), donde se depositaron en 2011 cincuenta y dos pinturas de gran tamaño, procedentes originariamente de su claustro. Se trata de telas del florentino conocido a través de su nombre hispanizado, Vicente Carducho (y su taller), recuperadas después de un laborioso proceso de restauración iniciado en 2000. Con ello se daba fin a una dispersión absurda que había durado casi 200 años. Un segundo ejemplo lo proporciona la iglesia de los Jerónimos, a espaldas del Prado, donde, en una inteligente operación de falsa restitución (puesto que las pinturas allí depositadas no procedían originariamente de ese espacio) se consiguió, al mismo tiempo, extender la superficie expositiva del Museo con excelentes pinturas procedentes de sus almacenes y ornar un templo de especial relevancia histórica. Y, un último ejemplo, está la recuperación del Salón de Reinos, todavía en proyecto, que podría devolver al lugar para el que fueron concebidas pinturas tan relevantes como La rendición de Breda, de Velázquez. En este caso, deberíamos hablar de auto restitución doméstica, puesto que son obras pertenecientes al catálogo del Museo en todos los casos, que pasarían a un edificio que le ha sido recientemente asignado.
Todas estas operaciones se han realizado bajo las mismas normas, que me gustaría introducir en este debate, por si pudieran resultar de interés en contextos diferentes. En primer lugar, todas ellas y otras que no se citan, forman parte de un plan integral monitorizado por el Museo del Prado. Además, en todos los casos su realización se ha visto precedida por una campaña de investigación y restauración. En el caso de las pinturas de Carducho, requirió de una compleja operación de recuperación de depósitos, a veces centenarios, en instituciones a lo largo de toda España. Desde mi punto de vista, tiene también especial interés que en los tres casos no solo ha sido posible hacer visibles obras que antes no lo eran, sino que se ha modificado sustancialmente su significado. Efectivamente, lo que antes se presentaba como artefactos artísticos, ahora han recuperado buena parte de su sentido original, religioso en los dos primeros casos y como espacio representativo de la Monarquía hispánica, en el tercero. Y, también muy importante, se ha trabajado lealmente con instituciones religiosas o públicas para poner en valor las piezas expuestas, con vistas a su conocimiento y disfrute y, en el caso de El Paular, para la promoción del entorno como destino cultural y turístico. En definitiva, una fórmula que debería dejar satisfechos a todos los protagonistas involucrados.
Andrés Úbeda de los Cobos es Director Adjunto de Conservación e Investigación del Museo del Prado.
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