Épica del crimen
'Lo que el viento se llevó' y 'El nacimiento de una nación' son la manifestación cultural más visible de una colosal mentira histórica que contiene en su centro la apología del racismo
En 1940 Malcolm Little era un chico negro que vivía con una familia blanca de acogida y que tenía por delante un porvenir modesto, aunque prometedor. Vivía en una ciudad pequeña en el estado de Michigan, Mason, y en la escuela secundaria en la que era uno de los pocos estudiantes negros sacaba notas excelentes y era muy querido por los profesores, algunos de los cuales le llamaban nigger, con una especie de benevolencia burlona, una mezcla de paternalismo y condescendencia que inducía al desconcierto a su mente todavía infantil. Su padre había sido un predicador Baptista cultivado y hercúleo que una vez expulsó a tiros de su casa a unos encapuchados del Ku Klux Klan que andaban acosándolo. Cuando Malcolm tenía seis años el cadáver de su padre apareció partido por la mitad en los raíles de un tranvía y con el cráneo machacado. Entre sus conocidos circuló el rumor de que lo habían asesinado por su activismo. Su madre empezó a tener visiones y pasó muchos años encerrada en un manicomio. En 1925, cuando estaba embarazada de Malcolm, una banda de jinetes del Ku Klux Klan se había presentado a medianoche en su casa con antorchas encendidas, buscando a su marido, al que no pudieron encontrar, porque andaba en uno de sus viajes de predicador errante.
La familia blanca que había acogido al niño Malcolm tenía depositadas grandes esperanzas en él. No le gustaban las matemáticas, pero sí la Historia y la Literatura. Era un alumno muy brillante, pero cuando el profesor de Historia lo sacaba a la pizarra le llamaba nigger y hacía chistes sobre la gente que era como él: parodiaba un acento de negro sureño, recitaba coplillas. El profesor de Literatura era mucho más amable, una de esas personas que parecen nacidas para inspirar y aconsejar a los estudiantes. Una vez este profesor lo citó en su despacho, cerca del final del curso, y le preguntó paternalmente qué le gustaría llegar a ser. Malcolm respondió sin vacilación: “Abogado”. El gesto de benevolencia sabia del profesor se transformó en estupor, y su voz paternal adquirió un tono de cautela. Tienes que ser realista, le dijo. Eres un nigger. No había el menor escrúpulo entonces en usar la palabra inmunda, infectada de una vileza para la que no existe traducción. Echado hacia atrás en el sillón de su despacho, el profesor en quien Malcolm Little más confiaba le dijo que alguien como él nunca llegaría a ser abogado: por qué no se orientaba hacia algo más sencillo, más práctico, quizás la carpintería, dado que se le daban tan bien los trabajos manuales.
El Ku Klux Klan multiplicó el número de sus afiliados a raíz del éxito de la película de Grifitth
Veintitantos años después, al escribir su autobiografía, firmada con su nuevo nombre, Malcolm X recordaba aquella visita al despacho del profesor como uno de los episodios que iban despertando en él una rebeldía visceral que en poco tiempo lo llevó a abandonar la escuela, a huir de aquella ciudad para buscarse la vida en los horizontes más abiertos de Boston y de Nueva York, donde iba a conocer la exaltación y el peligro de las noches de Harlem. Y también recordaba haber ido al cine, todavía en los comienzos temerosos de su rebelión personal, en una sala llena de público donde él era el único negro, y haber visto Lo que el viento se llevó: “Algo que estropeó aquel tiempo para mí fue ver esa película. Cuando vi a Butterfly McQueen interpretar su personaje me dieron ganas de arrastrarme debajo de la alfombra”.
Butterfly McQueen es la joven esclava negra que hace gestos bufonescos y habla con un acento muy arrastrado y una vocecilla infantiloide: no cuesta nada imaginar las carcajadas del público que llenaba uno de aquellos cines inmensos, en la época en que una película arrastraba multitudes, más aún una película como esa, la más taquillera que se había estrenado nunca, a excepción de otra que había triunfado 25 años atrás, El nacimiento de una nación. El muchacho negro, el único en el cine, más marcado todavía en su rareza porque tenía el pelo rojo, veía en la pantalla a aquella mujer sometida y aniñada y solo él, en toda aquella multitud, no sentía ganas de reír, sino pena y vergüenza, y un deseo tal vez no de salir huyendo, porque no habría podido abrirse paso hacia la salida, sino de esconderse, de arrastrarse bajo el asiento, de no ver ni escuchar nada, aquellas carcajadas, aquellos clamores de admiración cuando desfilaban los gallardos jinetes del Sur, los uniformes grises de la noble causa perdida, muy pronto sustituidos por la otra épica criminal del Ku Klux Klan.
En la autobiografía de Malcolm X, que posee una fuerza literaria y testimonial arrebatadora, la mención a Lo que el viento se llevó ocupa solo un párrafo. Pero todo el libro, desde ese arranque en el que la mujer embarazada se despierta en mitad de la noche al oír los gritos y los cascos de lo caballos de los hombres de las capuchas blancas, provee un fondo muy instructivo para las historias de brutalidad policial y de abusos y crímenes racistas que estamos viendo de nuevo estos días: también, lateralmente, para las especulaciones indignadas, para los pertinentes desgarros de vestiduras en torno a la película, no prohibida ni censurada para nadie, sino apartada temporalmente del catálogo de una plataforma. Lo que el viento se llevó, a mi juicio un lujoso melodrama kitsch más que una obra maestra, comparte con El nacimiento de una nación una cualidad política definitiva: las dos son la manifestación cultural y comercialmente más visible de una colosal mentira histórica que contiene en su centro el encubrimiento y la apología del sistema criminal del racismo en los Estados Unidos. Cuanto más cruda se volvía la segregación racial en el Sur, y más injustas las leyes que privaban a los negros no solo del derecho a la ciudadanía sino también a la vida, más se acentuaba la gran operación de propaganda embellecedora y embustera sobre la causa sudista, más romántica todavía por ser una causa perdida. Sin duda El nacimiento de una nación está lleno de brillantes invenciones formales: también es propaganda terrorista y celebración del linchamiento. El Ku Klux Klan multiplicó el número de sus afiliados a raíz del éxito de la película. Las cruces ardientes en la noche no habían formado parte de su ceremonial hasta entonces: las inventó D.W. Griffith porque le parecieron, con razón, de un gran impacto visual. Habría que preguntarse si Malcolm Little o su madre o su padre habrían podido apreciar esa cualidad estética.
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