Para todas las mujeres que todavía esperan una disculpa
La autora de 'Los monólogos de la vagina' se pone en la piel de su padre, que abusó sexualmente de ella, para obtener como hija la disculpa que nunca recibió
No pienso esperar más. Ya hace mucho que mi padre falleció. Nunca me dirá lo que quiero oír, no articulará disculpa alguna. Por eso tengo que imaginármela, porque es en la imaginación donde podemos soñar con cruzar horizontes, dotar de profundidad al relato y diseñar resultados alternativos.
Esta carta es una invocación, una llamada. He tratado de dejar que mi padre me hable tal como lo habría hecho en vida y, a pesar de haber escrito las palabras que necesitaba que me dijera, he tenido que dejar cierto espacio para que él se manifestara a través de mí.
Son tantas las cosas sobre él y su pasado que nunca me contó que, en gran parte, también he tenido que conjurarlas.
Esta carta es un intento de conferir a mi padre la voluntad y las palabras que lo lleven a cruzar la frontera y a hablar la lengua de la disculpa para poder, al fin, sentirme libre.
Querida Evie:
Qué extraño me resulta escribirte. ¿Te estoy escribiendo desde la tumba, desde el pasado, desde el futuro? ¿Escribo como si fuera tú, o como querrías que fuera, o como quien de verdad soy desde mi propia comprensión limitada? ¿Acaso importa? ¿Estoy escribiendo en una lengua que nunca hablé ni entendí, que has creado en el interior de nuestras mentes para salvar distancias y remediar nuestra falta de conexión? Quizá esté escribiendo tal como soy de verdad, ahora que me has liberado con tu presencia. O puede que no esté escribiendo nada y que sencillamente me estés utilizando como un medio para satisfacer tus propias necesidades y tu versión de la historia.
No recuerdo haberte escrito jamás. Raras veces escribía cartas. Escribir cartas, acudir a alguien, habría sido una señal de debilidad; eran los demás quienes me escribían a mí
No recuerdo haberte escrito jamás. Raras veces escribía cartas. Escribir cartas, acudir a alguien, habría sido una señal de debilidad; eran los demás quienes me escribían a mí. Jamás habría permitido que nadie pensara que me importaba lo suficiente como para escribirle una carta. Hacerlo me habría rebajado, me habría puesto en inferioridad de condiciones. Incluso contarte esto me resulta extraño. No es algo que de ordinario sabría o diría, a menos que hubieses entrado en mi mente. Pero no lo discutiré, pues se me antoja certero.
Tú siempre me escribías cartas. Me parecía peculiar y extrañamente conmovedor. Vivíamos en la misma casa y aun así me escribías, con tu caligrafía de niña pequeña, tratando de formar renglones rectos, pero desviándote por todala página. Era como si estuvieras tratando de establecer contacto con algún aspecto de mí, con una parte que no encontrabas en los momentos más intensos de nuestro conflicto, como si mediante poesía trataras de apelar a un yo secreto que una vez te dejé ver. Normalmente, escribías cartas de disculpa. Qué apropiado que ahora quieras una carta de disculpa por mi parte. Siempre te estabas disculpando, suplicando perdón. Te había reducido a un degradante mantra diario de "lo siento".
Un día te mandé a tu cuarto sin cenar y te obligué a quedarte allí hasta que comprendieras y reconocieras tu mal comportamiento. Al principio te mostraste terca, callada durante 24 horas. Tu madre estaba preocupada. Pero puede que entonces te entrara hambre o te aburrieras, porque me escribiste una carta en un pedazo de cartón que traían mis camisas de la tintorería. La pasaste por debajo de la puerta de mi dormitorio. Era una súplica dramática, una lista. Siempre te gustaron mucho las listas. Ahora veo que necesitabas catalogar las cosas, darles sentido con una especie de aritmética literaria.
Era una lista de todo lo que habías aprendido y todo lo que no volverías a hacer. Recuerdo que lo primero era mentir; no volverías a mentir. Y yo sabía, a pesar de perseguirte diariamente y de hacerte creer que eras una vil mentirosa, que eras la niña más sincera que había conocido jamás, aunque no conocía a muchas. Detestaba a los niños. Hacían ruido y lo desordenaban todo y se portaban mal. Era demasiado viejo para tener hijos, solo los tuve para dejar mi legado. Pero estoy divagando. Aquella carta de cartón con tu apresurada caligrafía en rotulador morado y las flores torcidas que habías dibujado en los márgenes te sacó de la habitación, y ahora me pregunto si por eso seguiste escribiendo, como si se tratara de una especie de pasaporte hacia la libertad.
Desde que abandoné el mundo de los vivos he estado atrapado en un lugar de lo más debilitante. Se parece mucho a lo que la gente suele decir del limbo: la nada, el olvido. El limbo no es un lugar externo, no exactamente. Al contrario, he estado básicamente en ningún sitio. Flotando, sin amarres, dando vueltas. Aquí no hay nada, nada que ver, no hay árboles, no hay océano, no hay sonidos ni olores, no hay luz. No hay lugares tal como los concebimos, no hay arraigos, nada a lo que aferrarse. No, no hay nada, excepto el reflejo de lo que mora en mi interior.
"¿Qué es el infierno? Es uno mismo".
Eso es de Eliot. Tal vez no sepas que era mi poeta favorito. Sus palabras acuden a mí a menudo en este limbo. Llevo casi 31 años de tu tiempo dando vueltas en este lugar, pero es extraño, porque aquí no hay tiempo, no hay más que un vacío agonizante, un espacio infinito que me engulle y que es terroríficamente vasto y sumamente claustrofóbico a la vez.
Dejé el mundo de los vivos cargado de resentimiento y rencor. Incluso en mi lecho de muerte, la virulencia de mi ira fue más poderosa que el cáncer que consumía mi cuerpo. Mi rabia era tan perniciosa que era capaz de luchar contra la morfina y el delirio, y darme energía para diseñar y ejecutar mis últimos castigos. Y tu pobre madre, ¿qué podía hacer? La había amedrentado durante tantos años, atizándola con mis gritos, mi condescendencia y mis amenazas, que para entonces se había convertido en una cómplice apocada y fiel. Trató de seguirme la corriente, me decía que tal vez no fuera el mejor momento para tomar decisiones tan extremadas como aquellas. Lo hizo todo excepto decirme que había perdido la cabeza.
Mis últimos pensamientos y alientos estuvieron teñidos por el deseo de hacer daño, el deseo de crear un sufrimiento que perdurara en el tiempo. Puede que no lo sepas, pero en ese momento final insistí en que te eliminaran de mi testamento. No heredarías nada, "¡nada!", dije con mucha fuerza. Incluso en mi fragilísimo estado, aquel acto de venganza me dio vida. Fue la última oportunidad que tuve de abolirte, de erradicarte, de castigarte.
Obligué a tu madre a que se comprometiera a desconfiar y dudar de ti para siempre. La obligué a exterminarte igual que yo lo había hecho. La obligué a escoger a su marido antes que a su hija
Y cuando tu madre me pidió que me lo replanteara, insistí en que tú te lo habías ganado. ¿Por qué iba a dejarle nada a una hija que había sido tan obstinada y desleal? El cuestionamiento de tu madre avivó mi furia todavía más y me volví más vengativo, tratando incluso de eliminar tu carácter. La obligué a prometerme que, dijeras lo que dijeras tras mi muerte, no te creería jamás, ya que hacía muchos años había quedado plenamente demostrado que eras una mentirosa descarada. Mentirosa. Obligué a tu madre a que se comprometiera, en esencia, a desconfiar y dudar de ti para siempre. En ese sentido, la obligué a exterminarte igual que yo lo había hecho. La obligué a escoger a su marido antes que a su hija, pero aquello no era nada nuevo, tu madre tenía mucha práctica en hacer ese sacrificio. Se lo había exigido durante la mayor parte de tu vida. Y yo sabía perfectamente lo mucho que se despreciaba por consentirlo. Veía cómo, con los años, había minado el respeto que se tenía como madre, eliminado su seguridad y su voz, y cómo la había debilitado hasta el punto de no gustarse o no reconocerse siquiera y, aun así, seguí insistiendo.
La primera etapa de mi tiempo en este reino de muerte, que sentí como si hubiese durado años, la pasé inmerso en un bucle infinito compuesto de todas las traiciones y decepciones vividas, de todas las formas en que mis compañeros, hijos y supuestos amigos habían puesto de manifiesto su estupidez o debilidad, reviviendo toda aversión justificable y ejecutando venganzas imaginadas. Naturalmente, tú estabas entre las primeras de la lista.
Abandoné el mundo tan furioso contigo, que para castigarte me negué incluso a avisarte de que me estaba muriendo. No te llamé para despedirme. Quería que las esquirlas de mi rabia te cortaran y te hicieran sangrar para obligarte a llevarme contigo, para que arrastraras una hemorragia de culpa y desesperación y te preguntaras durante el resto de tu vida por qué nunca estuviste a la altura, por qué nunca fuiste la hija que esperaba que fueras.
Resuelto a dejarte sin cierre ni final, no planeé ni permití siquiera que se celebrara una ceremonia o un funeral. Me parecían demostraciones vulgares y patéticas de emociones absurdas e inútiles. Y, además, si me llorabas, era muy probable que terminaras desprendiéndote de mí. Retenerte era el único poder que me quedaba a esas alturas, la única forma de agarrar tu ser, la única forma de llamar y conservar tu atención.
Pocos días después de morir, antes de entrar en este plano, te vi sentada en el suelo de mi armario en Florida con la cara hundida en mi viejo jersey amarillo de cachemira. Al principio no entendí qué estabas haciendo, pero luego, a medida que te observaba, comprendí que estabas oliendo lo que quedaba de mí, inhalando mi colonia y mi esencia, tratando de hallar un lugar en el que depositar tu dolor. Y, a mi pesar, aquello me conmovió. Me devolvió a un tiempo que había sido dócil entre los dos, un tiempo albergado por un cariño casi insoportable. Verte en el suelo ante mi armario, tratando de hallarme, de hallar esa ternura, provocó en mí una oleada de tristeza y pérdida; y entonces desaparecí. Dejé atrás tu mundo, dejé atrás la belleza, dejé atrás la posibilidad de la salvación. Y fui arrojado al interior de una desenfrenada repetición de ofensas y agravios.
Dicen que así como vives, morirás. Y es cierto que con el tiempo mi furia se volvió letal. "La ira es un veneno que preparas para tu amigo, pero que bebes tú mismo", solía advertirme mi madre
Dicen que así como vives, morirás. Y es cierto que con el tiempo mi furia se volvió letal. "La ira es un veneno que preparas para tu amigo, pero que bebes tú mismo", solía advertirme mi madre, ya que siempre estaba inexplicablemente furioso. Y entonces mi rabia cambió de sentido y me pudrió el cuerpo inundándolo de un terror insufrible. Fue como si la ira se hubiese replegado sobre sí misma, devorando y asfixiando mi angustiada psique en un callejón de lamentos, de una ansiedad insoportable, de dudas desgarradoras y de una torturadora autorrecriminación. No podía avanzar. No podía retroceder. No había salida. Paralizado en este lugar del limbo, carecía del lenguaje y de la voluntad, y de la comprensión para liberarme.
Sé que fui un cínico que rechazaba con desdén todas las sandeces relacionadas con el más allá. Pero ¿qué sabía yo sobre nada? Y a esto ni siquiera lo llamaría el más allá. No está "más allá" de nada, sino a continuación. En este sentido, la muerte es atroz e infinita. O quizá solo lo sea esta muerte concreta que me ha tocado a mí. Imagino que habrá otros a quienes su buen propósito los lleve en sus alas a lugares más resplandecientes.
Si he aprendido algo aquí –y no ha sido fácil aprender gran cosa, pues mi cerebro está ofuscado por la angustia–, lo que he descubierto es que es de suma importancia resolver los conflictos mientras vives, puesto que todos los asuntos pendientes te persiguen al siguiente plano y determinan el estado de tu ser. Todo agravio que hayas ocasionado en vida, todo daño cuya culpa no hayas asumido, se convierte en una especie de fango espiritual, una sustancia viscosa que construye tu encierro. Es una jaula, pero está dentro de ti, y eso resulta todavía más insufrible e inquietante. Estás atrapado en ti mismo, absorbido por el barro de la obsesión eterna. Gritarías, pero el lodo es tan denso que impide que te salga la voz. No hay alivio posible.
Por eso te doy las gracias, Eve, por invocarme, por darme esta oportunidad de rendir cuentas por mis espantosas acciones. Sé que no hay ninguna garantía de que vaya a ser liberado de este angustiante limbo, pero tu ofrecimiento de recibir esta disculpa ya ha modificado este paisaje de desesperación.
Soy consciente de que tu propósito es claro. La profundidad y la sinceridad y la necesidadde tu misión son evidentes y potentes. Sé que me estás pidiendo que me disculpe, y debo decir que este terreno me resulta desconocido y antinatural. No recuerdo haberme disculpado jamás por nada. De hecho, se me inculcó que al pedir perdón uno muestra debilidad, se vuelve vulnerable.
Traducción de Ana Pedreo Verge.
La disculpa. Eve Ensler. Paidós, 2020. 152 páginas. 15,95 euros. Se publica el 16 de junio.
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