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En esta ciudad no se baila

El hilo invisible de la película de culto 'Blade Runner' entrelaza dos épocas y dos maneras muy diferentes de tratar las pandemias del sida y el Covid-19

Harrison Ford y Edward James Olmos, en una escena de 'Blade Runner' (1982), de Ridley Scott.
Harrison Ford y Edward James Olmos, en una escena de 'Blade Runner' (1982), de Ridley Scott.The Hollywood Archive / AGE FOTOSTOCK

La era del sida empezó oficialmente el 5 de junio de 1981, cuando el Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos comunicó que había cinco casos de neumonía por Pneumocystis carinii en Los Ángeles. La del coronavirus tiene también su fecha y lugar de arranque, el 17 de noviembre de 2019 en la ciudad china de Wuhan, y los efectos en el cuerpo humano, no necesariamente mortales, son la neumonía y la insuficiencia renal aguda. Entre la actual pandemia y la VIH existen algunas diferencias y una intrigante conexión cinematográfica. Para empezar, el cuidado en escoger un nombre. Covid-19 —acrónimo de coronavirus disease 2019— no tiene ninguna referencia a un lugar, especie animal o grupo de personas, en línea con las recomendaciones internacionales para evitar cualquier estigmatización contra algún colectivo, a diferencia de lo que ocurrió durante los años iniciales del que se llamó acquired immune deficiency syndrome (AIDS) o “peste rosa” (llamada así porque los infectados mostraban sobre la superficie del cuerpo unas manchas de color rosado, el sarcoma de Kaposi), que se atribuyó directamente a los homosexuales de la Costa Oeste y pronto se hizo notar que también la padecían otras tres constelaciones de individuos: los inmigrantes haitianos, los usuarios de drogas inyectables y los receptores de transfusiones sanguíneas; en total, cuatro grupos de riesgo bautizados como el Club de las Cuatro Haches (homosexuales, hemofílicos, heroinómanos y haitianos).

Los virus, esos extraterrestres sin aspecto definido que siempre coloreamos de verde, prescriben la existencia de otros mundos que están en este. Nos invaden, se replican y se hacen fuertes, como los viriones del VIH que ya vivían en el organismo de los monos de África central y occidental desde hacía un siglo y que fueron pasando silenciosamente a los humanos hasta encontrar su nicho en el cuerpo de un individuo de constelación hache, de la misma manera que ahora le ha caído el muerto al pangolín, al que, según dicta la epidemiología oficial, se le reconoce un 90% de posibilidades de ser la nave nodriza del famoso Covid-19 que está desconcertando y paralizando al mundo entero.

El recuerdo de la imagen de Harrison Ford en Blade Runner comiendo en el White Dragon Noodle Bar de Howie Lee, en Los Ángeles, en noviembre de 2019 nos lleva a la misteriosa conexión entre la ficción cinematográfica y el momento concreto en que el inesperado pasajero irrumpe en un atmosférico escenario, un mercado cualquiera, chino a poder ser, en Wuhan, donde se encontró el primer infectado por Covid, el 17 de noviembre pasado. La reminiscencia de otra realidad paralela emerge desde cuatro décadas atrás: primavera de 1981, en el down town de la ciudad angelina, donde Ridley Scott está dirigiendo su pelícu­la sobre el futuro, la última, quizás, rodada en formato analógico, durante las mismas semanas en que se detectan los casos del individuo 0 y los cuatro siguientes, enfermos de sida.

La distopía de ese futuro que ya hemos dejado pasar parece una invitación a la lectura del ensayo Utopía Queer, de José Esteban Muñoz, que acaba de editar en castellano Caja Negra (la primera edición en inglés es de 2009). El ensayista cubano-neoyorquino (1967-2013), alumno de la teórica queer Eve Kosofsky Sedgwick, emplea las fórmulas metafóricas de “lo aún no aquí”, “lo ya no consciente”, “la futuridad que asoma en el horizonte” para reivindicar el idealismo político que subyace en la cultura del sexo público del yire (el flâneur sensual y sexual) que la enfermedad del sida fulminó. Muñoz critica la hetenormatividad y el pragmatismo económico que ha succionado la comunidad gay a través de la conquista del derecho al matrimonio, de formar parte del Ejército o la adopción y formación de familias convencionales, y propugna la práctica del cruising como verbo —“yirar la utopía”— en un ejercicio de reconocimiento de ese territorio de ensueño en las “malas calles”, fatigado por la literatura, el cine y la política revolucionaria. Recuperar la utopía como el que recorre un parque a oscuras, un muelle casi abandonado o el borde boscoso de un río, escenarios privilegiados del cruzamiento de deseos.

Frente al “aquí y ahora” del encierro concreto (el que ahora viven millones de personas), Muñoz juega con los desplazamientos utópicos que ya reclamaba Ernst Bloch en su ensayo de 1959 The Principle of Hope y apuesta por “el entonces allí”, en alusión a ese momento y lugar que tanto puede situarse en el futuro como en el pasado, pero que comunica un momento exacto que puede cambiarlo todo: “Si el futuro ya estaba insinuado en la futuridad, lo que el enunciado completo viene a iluminar es su presencia en las huellas del pasado, o, dicho de otro modo, la posibilidad de que el futuro que podamos hacer surgir haya sido anticipado, o soñado, en un pasado que nos sigue interpelando”.

¿Podremos usar la imaginación crítica en estos momentos de incertidumbre y confinamiento, cuando la intervención colectiva en la esfera pública no es posible? “Esa imaginación existió antes de la crisis del sida, pero entonces los colectivos LGTB lucharon para incluirse en un sistema que ya no se quiso alterar”, denuncia Muñoz. Hoy la sociedad se enfrenta a una crisis económica de la que todavía no alcanzamos a ver las consecuencias y a un sistema de vigilancia del Estado y los poderes económicos cada vez más invasiva. La privatización y moralización de la sexualidad disidente, su confinamiento a la pareja, al dormitorio, a la cama, el estado de sitio en las calles, nos convertirán en una sociedad-laboratorio para una nueva etnografía.

Sin esperanza no hay espacio para la ira ni para la provocación. Los días primaverales de 1981 fueron el principio del fin de aquellos malditos ilustres y toda esa escoria social que molestaba en las malas calles, al mismo tiempo que una película anunciaba el comienzo de la era de la copia y la domesticación de los individuos. De momento, lo que vemos en nuestras calles no es muy diferente a las de Man­hattan bajo la Administración de Giuliani, que reanimó las antiguas leyes de licencias para cabarés y las usó para cerrar y hostigar ciertos bares. Aún hoy, algunos guardan los grandes letreros que dicen: “En este bar no se baila, por orden del Departamento de Asuntos del Consumidor de la ciudad de Nueva York”.

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Autor: José Esteban Muñoz.


Traducción: Patricio Orellana.


Editorial: Caja Negra Editora, 2020.


Formato: tapa blanda (350 páginas. 20 euros).


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