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IDA Y VUELTA
Columna
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En el espejo arde una ciudad

La última novela de Von Hor­váth es un artefacto afilado, arrojado a nuestro presente desde el presente en que se escribió

Antonio Muñoz Molina
El escritor Ödön von Horváth, en 1936.
El escritor Ödön von Horváth, en 1936.GETTY

El 1 de junio de 1938, Ödön von Horváth iría por París con la sensación a la vez exaltada y tranquilizadora de haberse puesto a salvo. Había visto con sus propios ojos cómo la Europa que conocía y amaba se rendía al nazismo: primero Alemania, donde sus libros y sus obras de teatro estaban prohibidos desde 1933; después Austria, donde Horváth había presenciado los rugidos de fervor criminal con que las multitudes recibían a Hitler en las calles civilizadas de Viena. Horváth era tan hijo del antiguo Imperio Austrohúngaro como su amigo Joseph Roth, que también había empezado ya su larga huida. Roth venía del mundo apartado de las comunidades judías de Ucrania y Polonia; Von Horváth, de una aristocracia administrativa y militar, entre germana y húngara, con conexiones balcánicas. Que dos autores contemporáneos, que escribían en la misma lengua alemana, vinieran de orígenes geográficos y sociales tan diversos es un síntoma de la fluidez admirable de aquel mundo, muy pronto destrozada por el veneno doble del nacionalismo y el totalitarismo.

Roth y Von Horváth empezaron a darse a conocer en los periódicos de Berlín en los primeros años veinte. Roth tenía un talento narrativo que se manifestaba por igual en la ficción que en las crónicas. Von Horváth pasó pronto de los cuentos y las crónicas breves al teatro, en una atmósfera colectiva de fiebre creadora en la que Bertolt Brecht era una más entre otras excepcionales luminarias. En pocos tiempos históricos ha existido una concentración mayor de talento y catástrofe. Aquella gente escribía, inventaba, componía, pintaba, en medio de la diáspora, de la persecución, de la incertidumbre sin alivio. A finales de 1937, la primera novela de madurez de Von Horváth, Juventud sin Dios, se publicó en Ámsterdam, en una pequeña editorial de lengua alemana. La había escrito ese mismo verano, con una urgencia de desolación y de denuncia que se transparenta en la rapidez de la escritura, en un ritmo sincopado que abarca igual los pensamientos y las acciones que el habla de los personajes. En Juventud sin Dios no hay fechas exactas ni alusiones a acontecimientos contemporáneos, ni aparece el nombre de Hitler ni de ningún dirigente nazi. Ni siquiera se dice que la acción suceda en Alemania. Pero a través de la historia de un profesor de secundaria que ve cómo la propaganda va embruteciendo uno por uno a sus alumnos, y cómo es cada vez más difícil no ser señalado sin remedio a causa de cualquier forma mínima de disidencia, la novela hace visible el mecanismo de sumisión y chantaje colectivo gracias al cual se impuso con una rapidez aterradora el nazismo: es una inmensa ola colectiva, pero dentro de ella sucede el envilecimiento, la rendición, de cada conciencia individual, una por una.

En París, ese primer día de junio de 1938, Von Horváth tenía razones para sentirse esperanzado, a pesar del desastre que había visto avanzar primero por Alemania y luego por Austria, la marea negra que en ese momento anegaba ya a España y muy pronto iba a cebarse con Checoslovaquia. Von Horváth planeaba emigrar a Estados Unidos. Y gracias al éxito de Juventud sin Dios se le presentaba una oportunidad que muchos colegas suyos envidiarían: acababa de entrevistarse con un antiguo conocido de Berlín, Robert Siodmak, ya instalado en Hollywood, que estaba interesado en llevar al cine la novela. (Robert Siodmak es otra de las luminarias de aquella diáspora: en 1930, en Berlín, había colaborado con Billy Wilder en una película experimental admirable, Gente en domingo; en los años cuarenta y los primeros cincuenta filmó algunas de las películas más perfectas del cine negro).

Era una tarde que anunciaba tormenta. Después de la entrevista con Siodmak, Von Horváth iba con las manos en los bolsillos bajo las arboledas de los Campos Elíseos. En América le esperaba otra vida, el reencuentro con amigos que habían emigrado antes que él. Los nazis habían quemado sus libros anteriores y los que escribía ahora estaban prohibidos en Alemania y en Austria. Pero él había terminado otra novela, sin tomarse un descanso después de la anterior. La había escrito más rápidamente todavía, más concentrada, más despojada, con frases que parecían más bien imprecaciones dirigidas al público de un teatro, con una narración tan entrecortada como la de una película expresionista, hecha de contrastes violentos de claridad y de sombra. Esa novela, Un hijo de nuestro tiempo, llega ahora a nosotros traducida con gran aliento literario y oral por Isabel Hernández. Yo empecé a leerla una noche, sin saber todavía casi nada de su autor, porque no había leído ni la contraportada: la lectura me atrapó como un cepo, me guio sin respiro hasta el final, 150 páginas y varias horas después, ya en el reino del insomnio. En Juventud sin Dios, el protagonista es ese maestro que asiste desde fuera a la transformación de los demás; en Un hijo de nuestro tiempo, quien cuenta es uno de los ya convertidos, de los ya trastornados. Es un hombre joven que al ingresar en el ejército se siente redimido de la humillación de la pobreza y del paro. De nuevo no hay nombres y los lugares quedan indefinidos. Con notas muy atinadas, Isabel Hernández ayuda a comprender el contexto sin alterar la cualidad de fábula de la historia. En la novela está la huella del teatro radical y del cine. Las escenas suceden en la imaginación como en una pantalla en la que se proyecta una hipnótica película alemana de terror de los primeros años treinta. Según avanza la novela, las frases se hacen más cortas, el tono más afilado, el lenguaje a la vez más seco y más poético, con una poesía más del cine que de la literatura. Un párrafo es una sola frase y una visión alucinada: “En el espejo arde una ciudad”.

La novela es como un artefacto afilado y preciso, arrojado a nuestro presente desde el otro presente en el que se escribió. Explica su tiempo y alumbra el nuestro con algo de su dañino resplandor. Von Horváth no la vio publicada. Tampoco llegó a Estados Unidos ni vio el pleno cumplimiento del horror a cuyo origen había asistido. Es como si viéramos una película de entonces. La lluvia arrecia y Von Horváth se cala el sombrero, camina más rápido bajo los árboles. Un rayo cae sobre la copa de un castaño enorme talando una gran rama justo cuando Von Horváth pasaba debajo y lo mata al instante. Así podía haber muerto también uno de sus personajes, fulminado sin motivo ni remedio por la sinrazón destructiva del mundo.

Consigue 'Juventud sin Dios'

Autor: Ödön von Horváth
Editorial: Nórdica, 2019.
Formato: 208 páginas. 18 euros.


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Autor: Ödön von Horváth
Editorial: Nórdica, 2020.
Formato: 196 páginas. 18 euros.


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