Morirse
No sé si la compasión figura entre los deberes de los católicos practicantes, pero deberían permitir que la ejercieran los que odian la intolerable prolongación del dolor
Cantaban con fervor en mi infancia un exaltante y mortuorio himno que comenzaba así: “Por Dios, la patria y el rey murieron nuestros padres. Por Dios, la patria y el rey moriremos nosotros también”. Nunca entendí defunción tan honorable, y menos por cosas que me resultaban tan raras y abstractas entonces como ahora. Pero constato con repugnancia el testimonio de mucha gente sobre los trámites (imagino que van a ser interminables y propuestos con timidez o simple acojone por parte del concienciado Congreso) para la aprobación de la eutanasia. Afirman que solo Dios puede otorgar la vida y la muerte. Y, por supuesto, respeto que su sufrimiento solo termine cuando lo decida el rey de los cielos, pero que dejen tranquilos de una puta vez a los que se quieren largar al otro barrio por la vía rápida, sin sentir el infierno en su desastroso organismo.
No sé si la compasión figura entre los deberes de los católicos practicantes, pero deberían permitir que la ejercieran con los suyos, o con su propia existencia, los que odian la intolerable prolongación del dolor, la devastación física o psíquica. Y escucho el tan miserable como demencial razonamiento de un diputado pepero, que además es galeno, acusando a los gobernantes a favor de la eutanasia de que su única motivación es ahorrar dinero.
Hay más barbaries dadaístas. La alcaldesa de Vic propone a sus correligionarios que no utilicen el castellano con aquellos que por su aspecto físico o su nombre no parezcan catalanes. ¿Qué sustancias se ha metido la dama? Y da grima ver a un tal Echenique negándole el saludo no ya a una adulta pareja real, sino a dos criaturas rubias que le miran estupefactas al sentir su absurdo desprecio. Me fascina el caníbal Hannibal Lecter. Sobre todo, cuando asegura que no soporta la grosería.
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