Kirk Douglas
Irradiaba tensión, peligro, una naturaleza volcánica y temible, era la energía, la determinación, el riesgo, la esgrima, la furia, la resistencia, la complejidad


El ya envejecido Wayne, ese pedazo de carne que definía Ford con tanta sorna como afecto, le replicaba mosqueado en Río Lobo a una mujer joven: “Señorita, no vuelva a llamarme un hombre confortable”. Y el hombre que mató a Liberty Valance, que a veces podía mostrar en la pantalla un lado oscuro, podía encajar en la confortabilidad. Algo que jamás fue Kirk Douglas. Irradiaba tensión, peligro, una naturaleza volcánica y temible, era la energía, la determinación, el riesgo, la esgrima, la furia, la resistencia, la complejidad. Se suicidaba en el papel de Van Gogh en El loco de pelo rojo. Y en el arranque de El compromiso intentaba matarse estrellando su coche. Cosas del guión. Douglas no era de los que se largaban al otro barrio por voluntad propia, era un luchador, moriría matando.
También poseía un deslumbrante campo magnético, el relajamiento le era ajeno; su careto, su hoyuelo y su sonrisa serían inmediatamente identificables, aunque estuviera rodeado de 100 personas. Era un actor enorme, de los que justifican el precio de la entrada. Y, de acuerdo, se cargó la siniestra lista negra reivindicando en los títulos de crédito al apestado Dalton Trumbo. Algo tendría que ganar. Me contaron que Billy Wilder, con el que interpretó la escalofriante El gran carnaval, le consideraba un modélico hijo de perra. Y que el gran Robert Mitchum y Douglas se detestaban mutuamente. No puedo imaginármelo senil aunque durara 103 años. Sí echándole un pulso a la inevitable muerte.
Y ya se largaron los actores que más he amado: Grant, Stewart, Bogart, Mitchum, Wayne, Douglas, gente así. Que otros disfruten con los oscarizados Phoenix, Casey Affleck, Farrell. Qué honor ser un viejuno.
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