Literatura del yo: un problema que tiene mi edad
Es ahora cuando se puede calibrar el riesgo y el acierto de la apuesta de una generación de escritores con pulsión biográfica
Muchas veces uno empieza por sentirse señalado: quien decide narrar su vida lo hace para demostrar que no es un raro ni un excéntrico. Esto marca la confesión como género literario desde sus comienzos: la marginalidad, reconocida o no. Y otros detalles inciden en su carácter paradójico: aunque se nutre de lo perecedero del día a día, es un trabajo para la posteridad; y aunque se escribe desde la conciencia del outsider (tantas veces de la mujer y el homosexual), confía en crear, a la larga, una comunidad más rica. Huye de la solemnidad. Es un género que se escribe para el futuro. Incluso cuando uno escribe una carta a un confidente, siglos de literatura se disimulan como una forma sutil de conversación escrita.
Más allá del debate sobre la ausencia, por motivos religiosos, de una tradición autobiográfica española, debemos a la generación del medio siglo el esfuerzo más serio por inventarla: epistolarios, diarios, memorias. No son los inventores de una literatura del yo, pero desde mediados de los años setenta se suceden con periodicidad obras que ensanchan nuestra manera de leer: memorias de Carlos Barral, Alberto Oliart y Jaime Salinas. El prodigioso diario de Jaime Gil de Biedma, Pretérito imperfecto de Castilla del Pino, La novela de la memoria de José Manuel Caballero Bonald, el recientísimo La pobreza de Antonio Gamoneda...
No sólo están entre lo mejor de sus autores; quizá son la tradición más viva, por menos explorada, de la literatura española. Combinan una franqueza absoluta, sin exhibicionismo, con el análisis de un país en sus momentos de formación, la incipiente apertura de la cultura española de los años cincuenta, la extinción de la memoria popular durante el franquismo... No sólo son autobiografías, como decía Hermann Broch, sino “análisis de un problema que tiene mi edad”.
No obstante, es injusto limitar la pulsión biográfica a una generación en muchos casos unida por la amistad, pero sobre todo por la voluntad de dar dignidad a géneros considerados menores. Por aquellos mismos años dos excéntricos geniales están escribiendo sus diarios, Rosa Chacel y Juan Bernier. ¿Qué habrían pensado Gil de Biedma y su amigo Gabriel Ferrater, involuntario teórico de los géneros del yo en sus informes de lectura, de haber leído entonces los demoledores textos de Chacel o Bernier?
Tampoco podemos limitar la tentación memorialística a un grupo de poetas y editores. Está en el agotamiento de una cierta idea de la novela. En las obras de los setenta de Carmen Martín Gaite. En Juan Benet, refractario a la idea de que su Otoño en Madrid en 1950 era un peculiar libro de memorias. O en Juan Goytisolo, que piensa estar reinventando un género, “una ausencia de siglos”, cuando publica Coto vedado en 1985.
Pero es ahora cuando uno puede calibrar el riesgo y el acierto de la apuesta de una generación de escritores. Ha cambiado nuestra manera de leerlos. La bomba colocada hace medio siglo explota hoy, cuando la literatura autobiográfica, mucho más numerosa, se ha colocado en el centro del debate literario. Y descubrimos que ya existía en nuestro idioma una tradición poderosa, escrita en los márgenes de una supuesta literatura mayor, fuera del canon, y que no pierde su carácter fundacional.
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