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TRIBUNA LIBRE
Columna
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Stefan Zweig, descubrimiento tardío

El hecho de que el escritor austriaco fuera un 'best seller' leído por las mujeres de mi familia me lo proscribió durante décadas

El escritor austriaco Stefan Zweig.
El escritor austriaco Stefan Zweig.

Fui una niña muy presumida. Había decidido que, cuando me llegara el tiempo, no leería a los autores cuyos libros circulaban entre mi madre y mis tías, a quienes planeaba superar en conocimiento y buen gusto. En aquella década del cincuenta, Stefan Zweig, con Veinticuatro horas en la vida de una mujer, era un long seller desde los años veinte. Por eso, sin echarle ni una mirada, mi resolución consistía en no leerlo. Pasaron décadas y mi inclinación por las vanguardias hizo que me olvidara por completo de Stefan Zweig. Sus años de incesante circulación por librerías habían pasado.

Todo llega en esta vida, incluso la reparación de actos de pedantería: los buenos autores los soportan con una paciencia póstuma que les permite el ejercicio, también póstumo, de la venganza. Todo sucedió sin que yo me diera cuenta, porque no lo busqué a Zweig para ofrecerle una reparación, sino que se me impuso, mientras estudiaba (una vez más) el comienzo del siglo XX en Viena, a propósito del teatro de Arthur Schnitzler. Pero los caminos de una búsqueda literaria son tan imprevisibles como los de la divina providencia. En ese mundo que yo creía conocer perfectamente, lo encontré al menospreciado Stefan Zweig.

Todo comenzó con la lectura de Die Welt von Gestern (El mundo de ayer), donde Zweig entrelaza la autobiografía con la crónica de la ciudad donde transcurrieron su infancia y juventud. El cruce de los dos géneros es equilibrado: ni demasiada subjetividad, ni demasiada crónica de costumbres, sino una mezcla exacta que permite ver de qué modo un escenario como el de Viena a comienzos del siglo XX marca la vida de un hombre y el destino del arte europeo, antes de que la persecución de los judíos se ensañara contra ese grupo decisivo en la renovación de la literatura y la música. Zweig define así la influencia vienesa: “Nunca antes de modo tan intenso, afortunado y fructífero, salvo en la España del siglo XV”.

Durante años creí tener un conocimiento aceptable de la Viena fin de siglo y me jactaba de una pregunta que me había formulado la dueña de una pensión cercana al Ring en mi primera visita a la ciudad: “¿Todos los argentinos saben tanto de Viena?”. Leyendo a Stefan Zweig, 30 años después, me doy cuenta de que era bastante considerable lo que ignoraba. Acá sobreviene un interrogante fatal: ¿y si no hubiera leído, si bien tardíamente, a Stefan Zweig? Interrogante que puede ser ampliado: ¿sobre cuántos escritores sigo ejerciendo mi ignorancia?

¿y si no hubiera leído a Stefan Zweig? Interrogante que puede ser ampliado: ¿sobre cuántos escritores sigo ejerciendo mi ignorancia?

Vuelvo al comienzo: el hecho de que Stefan Zweig fuera un best seller leído por las mujeres de mi familia mientras pasábamos las vacaciones en las sierras cordobesas me lo proscribió durante décadas. Si ellas lo habían leído, no parecía urgente ni necesario que yo lo leyera. Tuve suerte, porque Arthur Schnitzler me condujo a Stefan Zweig. Como nadie antes había leído a Schnitzler en mi familia, este vienés me pareció libre de sospechas.

La casualidad es un gran programa de lectura: en busca de las obras teatrales de Schnitzler fui a una librería alemana que queda en un piso de la ciudad donde vivo. La librería es amable en su relativo desorden alfabético y los pocos visitantes pueden desordenarla sin problemas. Ejerciendo ese derecho, me encontré con tres libros de Stefan Zweig: el ya citado, un pequeño tomito sobre Freud y la Schachnovelle, que no tenía como propósito leer, pero que compré guiada por esas órdenes ciegas que llegan quién sabe de dónde. Hay traducción al español (Novela de ajedrez, por Manuel Lobo), pero Zweig en español me recordaría al Zweig que yo había omitido. Por lo tanto, me llevé la edición alemana, que tenía la ventaja de ser más barata.

La Schachnovelle es la última de Stefan Zweig y, si se me permite el adjetivo aplicado a un autor al que generalmente no se condecora de ese modo, la más extremista. Dos hombres enlazados en una secuencia de partidas de ajedrez, a bordo de un transatlántico que va de Nueva York a Buenos Aires. Toda la novela es un incesante movimiento de piezas sobre el tablero. Parece imposible que esta competencia entre un gran ajedrecista y quien sueña vencerlo se vuelva apasionante para alguien como yo, que apenas conoce el nombre de los trebejos.

El tercio final de la novela es, sencillamente, una partida. Y, sin embargo, el suspenso que rodea un juego completamente racional prueba que todo puede contarse como apasionada lucha de subjetividades y también lucha de clases, ya que uno de los contendientes es de oscuro origen campesino y el otro de la aristocracia vienesa. La vida ha cambiado a ambos, pero no tanto como para que, en el momento en que se acerca el jaque mate, no se agiten las sombras de las diferencias entre aristocracia y bajo pueblo. Tanto fuego donde, antes de que se moviera la primera pieza, hubo tanta racionalidad y tan refinada cortesía fin de siglo.

Llegué tarde a Stefan Zweig, y todo porque lo leían mi madre y sus hermanas. Demasiado tiempo estuvo ausente de mi tablero de Viena, la ciudad cuya cultura creí conocer casi como la de Buenos Aires. Se vive descubriendo tales equivocaciones.

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