Goyas 2020: el loco que sigue al loco
La gala fue un pulso desigual entre el tono de los muchos discursos de los ganadores y el humor de Abril y Buenafuente
Pedro Almodóvar acababa de exponer, Premio Goya a mejor guion original en mano, la importancia del guion en el cine cuando Sílvia Abril apareció sobre el escenario, disfrazada de una superheroína llamada Súper Sílvia, con algún chiste de manual sobre ser mujer ("tengo el poder de la invisibilidad, soy actriz de más 40") y una imitación de Beyoncé. Tal vez el invento tenía gracia, pero con semejante telonero resultaba imposible determinarlo: el choque de tonos, de la pausada solemnidad de Almodóvar al humor de todos los públicos de Abril, cayó como un latigazo.
Ningún presentador controla ni el ritmo ni el tono de una gala de premios. Aparece entre los discursos de los galardonados, que aportan el verdadero carácter a la noche, e intenta que la cosa no se vaya de madre. Si los discursos son numerosos y largos, acaba uno dudando de qué lado del refrán está: si en el del loco, o en el del loco que sigue al loco. Andreu Buenafuente, que es posiblemente el cómico que mejor saber compartir el escenario en España, había sido hasta ahora el cuerdo en esa ecuación. Aparecía entre las lágrimas, las proclamas políticas, los recuerdos a los padres, los viva el cine, los "pasión por contar historias", el dolor, la gloria, y, sin imponerse, ahuecaba el ambiente. Era una fórmula sensata que imprimía ritmo y que en estos Goya ha dejado de funcionar.
En aquel escenario estaban Buenafuente, Abril, los cientos del cine español, y en muchos casos, la madre. Nadie cedió ni un segundo. Para qué. Los galardonados no tenían límite de tiempo en los discursos de esta edición, así que cada uno se explayó detallando la importancia que tenía el premio para él ("os quiero contar que yo pasé mi infancia...", "hace diez años que soy miembro de la Academia y..."). Todos, cada uno de su padre y de su madre, lloraron, se emocionaron, tuvieron su pedacito de gala, y para cuando Javier Ruibal rompió a cantar en su discurso por el galardón a mejor canción original, ya se había servido suficiente espectáculo para tres galas. Esto en el minuto 38 de una ceremonia más larga que El irlandés. Entre medias Buenafuente y Abril aparecían, intentaban hacer lo suyo, desaparecían para que alguien como Pablo Alborán cantase algo, se interrumpía de nuevo todo para presentar una película y tal vez pasaba el carrito de ofertas de Ryanair, quién sabe.
Hubo momentos álgidos. El número musical inicial, que repasó la historia del cine español, tuvo la inteligencia de detenerse a parodiar el cine madrileño de los noventa. Hubo discursos memorables (el de Benedicta Sánchez y los dos de Almodóvar) e intentos de innovar (el premio que entregó Jorge Sanz entre bastidores, la falsa espontánea que interrumpió a los Javis). Abril y Buenafuente trajeron su oficio y alguna broma: en una gala que no hubiese tenido el peso de dos, quizá hubiesen sido efectivos.
A la Academia le honra no dejar a nadie fuera de su gran noche. Pero les sale carísimo.
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