La nota que no tocas
Quique González ofrece algunos de los conciertos más bellos de su carrera con un repertorio reposado y elegante
Tenía Quique González un reto difícil: encontrar un lugar nuevo sin apenas moverse del sitio. La publicación de su último álbum, Las palabras vividas, supuso un movimiento extraño para él y para su público. Por primera vez en toda su carrera ninguna composición de uno de sus discos llevaba su nombre. Esa labor recaía en su admirado poeta Luis García Montero. Un asunto inaudito para un creador que se ha definido en la escena española a través de sus letras, construyendo un universo particularísimo y recurrente para sus seguidores. El nuevo disco parecía un movimiento anecdótico, incluso un paso atrás, más aún cuando su sonido desaceleraba con fuerza todo lo que proponía Me mata si me necesitas, su anterior y vigoroso álbum, así como su vibrante propuesta en directo recogida en un posterior disco.
Quique sabía que había girado durante los últimos años con la mejor banda que ha tenido nunca: Los Detectives. Un conjunto que a su lado era el aguijonazo de rock perfecto. Directo, impetuoso, veneno en el cuero. Un grupo que además contaba con la voz de Nina de Morgan, consagrada sobre el escenario como una vocalista de un timbre desgarrador, sacándole nueva luz a grandes canciones como De haberlo sabido. Sabía Quique que el movimiento no podía ser emular lo mismo. ¿Se podía cambiar radicalmente? Quizá, pero, como ha dicho en varias ocasiones, los cambios no deben forzarse. Él tampoco es un artista de radicales.
Sin forzar nada y después de acabar tan arriba espiritual y sonoramente con Los Detectives, Quique ha bajado al piso su música, como esos espadas del rock anglosajón que muestran un lado distinto e íntimo a sus propias canciones. Podría ser como Nick Lowe, por ejemplo. O como Ryan Adams. Y, sin embargo, sus canciones, con ese tímido eco resonante, recuerdan más a toda esa atmósfera instrumental que tan bien trabaja gente como Joe Henry. Hay sutileza. Una sutileza que en directo rodea aún más al oyente.
Como se volvió a demostrar el pasado martes en el Circo Price de Madrid desde que arrancó la gira de Las palabras vividas, se están dejando ver algunos de los conciertos más bellos en la carrera de Quique, que ha alcanzado una plenitud vocal primorosa. Sobre el escenario, hay un sonido orgánico y sólido, desplegando preciosos detalles. Ayuda mucho la incorporación de Diego Galaz, proveniente de Fetén Fetén, pero también la gran labor de Jacob Reguilón y Toni Brunet. Canciones como Sangre en el marcador, Fiesta de la luna llena, Palomas en la quinta, Orquídeas o Su día libre sonaron remozadas, nuevamente vivas en ese nervio más fino.
Antes de la salida de Las palabras vividas, me comentaba Quique que “buscaba una música más mediterránea”. Una “distinta sonoridad” que ha alcanzado introduciendo por primera vez enseres como el contrabajo, la mandolina italiana, el violín trompeta o la zanfona, instrumento de cuerda del siglo XII. Esa sonoridad se impregna a su cancionero clásico y lleva a todo el repertorio a un territorio más relajado, como si le diese una reconfortante brisa. Difícil no sentirlo en las carnes. Es como si nos transmitiera el valor de lo vivido.
A propósito del último disco, y quizá del nuevo período artístico e incluso vital con una paternidad que, como todas, trastoca la brújula, decía Quique que, a veces, “la nota que no tocas es la más importante”. Esto podría trasladarse a su último movimiento, ese que consiste en reforzar la sujeción. En recordar que te hace fuerte.
Babelia
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