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IDA Y VUELTA
Columna
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Últimas noticias de Maigret

Maigret, de Georges Simenon, es como un comisario taoísta que observa y escucha y parece aplicar el principio de Lao Tzu del “hacer no haciendo”

Antonio Muñoz Molina
El escritor Georges Simenon en su casa de Lausanne.
El escritor Georges Simenon en su casa de Lausanne.Jean Baptiste Servant (Getty Images)

En la última página de Maigret et Monsieur Charles, Georges Simenon anotó la fecha en que la había terminado: el 11 de febrero de 1972. Eso quiere decir que había empezado a escribirla el 2 o el 3 de febrero, ya que tardaba siempre el mismo tiempo en escribir una novela, ocho o nueve días. El primer arranque de una nueva novela no tenía lugar en el escritorio, sino durante un largo paseo, o varios paseos enérgicos en días sucesivos. La caminata le inducía un tal grado de ensimismamiento que una mañana se cruzó con su mujer y la saludó con un “Bonjour, madame”, quitándose el sombrero, sin reconocerla. Caminaba para encontrar un cierto estado de gracia, lo que él llamaba “état de roman”, estado de novela. Tenía que surgir un detalle, un hilo sutil, un principio de historia. En una guía de teléfonos buscaba nombres que le parecieran sugerentes. En el dorso de un sobre amarillo garabateaba datos útiles para una trama, fechas de biografías imaginarias, bocetos de escenarios. Por fin una mañana ya estaba preparado. No dejaba pasar tiempo entre el final de una novela y el comienzo de otra. Él era un artesano, decía, y un artesano no se queda 10 meses o un año sin hacer nada después de entregar un trabajo.

De un hotel americano había traído un letrero de “Do Not Disturb” y lo colgaba del pomo de la puerta. A las seis de la mañana ya estaba sentado delante del escritorio. Cerraba las cortinas de la ventana para que ni la luz ni el tiempo del exterior interfirieran con los de la novela inminente. Disponía sobre el escritorio seis pipas llenas, para no interrumpir la escritura cada vez que se consumiera en una de ellas el tabaco. Disponía también, como en un florero, doce lápices bien afilados. En cuanto la punta de uno empezara a redondearse, empezaría él a usar otro sin perder el tiempo ni la concentración usando el sacapuntas. Con los años dejó de usar lápices y escribió solo a máquina. Decía que el lápiz lo situaba en una actitud demasiado literaria: el mecanismo seco y veloz de la máquina se correspondía mejor con el ritmo en el que debería avanzar la escritura, limpia, directa, despojada de todo adorno.

Empezaba a escribir a las 6.30 y terminaba justo dos horas después. En ese tiempo escribía un capítulo completo. Levantarse de la mesa sin haber terminado un capítulo era un desfallecimiento inaceptable, tan grave como no terminar la novela entera en una secuencia de días sucesivos. Interrumpirla uno o dos días hubiera sido abandonarla. A veces, los dos últimos capítulos los terminaba el mismo día, dos horas por la mañana y dos horas por la tarde. Las correcciones eran mínimas. La fecha inscrita en la última página señalaba el cierre definitivo. La propulsión de la escritura siempre empujaba hacia delante. Muy pronto el vacío o el alivio del final dejaría paso a otra caminata, a otra intuición, a una nueva historia que iría formándose casi en el mismo acto de escribir. “Lo que yo llamo mis tramas nunca han sido realmente tal cosa”, dijo sin reparo, “pues yo concebía las acciones y las reacciones de mis héroes según iba avanzando, capítulo por capítulo, descubriendo la solución solo cuando llegaba a las últimas páginas”.

En ese desdén, en parte fingido, hacia lo que se llama presuntuosamente “estructura” está una parte del atractivo inagotable de las novelas de Simenon, quizá sobre todo en las del comisario Maigret, que al ser policiales parece que exigirían una construcción más premeditada. Pero los crímenes que Maigret investiga no están envueltos en tramas complejas de indicios chocantes y rondas de personajes igualmente sospechosos. Y el comisario nunca se enfrenta a grandes peligros ni a aventuras espectaculares. Maigret es como un comisario taoísta que observa y escucha y parece aplicar el principio de Lao Tzu del “hacer no haciendo”. Maigret ordena sus pipas sobre el escritorio, en su despacho del Palacio de Justicia, observando con gratitud por la ventana la claridad de una mañana de marzo, tan dispuesto a recibir una visita o una llamada que anuncien un misterio como el propio Simenon lo estaría a imaginar los primeros pasos de una nueva historia. Así comienza Maigret et Monsieur Charles: una llamada, el anuncio de la desaparición de un hombre respetable, un notario, el encuentro con una mujer amarga y alcoholizada, los paseos por París, un almuerzo demorado y sabroso en la Brasserie Dauphine, algunas paradas en bares para llamar por teléfono y para tomar una cerveza acodado en la barra. Simenon decía que una historia policial no puede durar mucho más de cien páginas si se quiere sostener sin fatiga la atracción del misterio. Al final de Maigret et Monsieur Charles, como tantas veces en Simenon, la sorpresa del desenlace es muy limitada, y lo que queda sobre todo es una sensación abrupta de desgracia y de melancolía.

Pero la fecha habitual después de la última línea es posterior a cualquier otra, y también definitiva. El 11 de febrero de 1972 es el último día de la vida de Georges Simenon como novelista. Él, que había escrito sin descanso desde la primera juventud, que había publicado 192 novelas en 40 años con su propio nombre, más un número indeterminado con diversos seudónimos, ya no volvió a escribir ninguna más en los 17 años que le quedaban de vida. Entre la fecundidad incesante y el silencio absoluto no hubo término medio. Simenon decía que escribir no era una profesión, sino una vocación por la desdicha.

No he comprobado si Maigret et Monsieur Charles lo ha publicado ya Acantilado en su proyecto ingente de traducir al español todas las novelas de Simenon, en esos delgados volúmenes de tapas flexibles y limpia tipografía que son una tentación para el tacto igual que para la mirada lectora. El libro acaba de aparecer en inglés, en la colección de Penguin Classics, y John Banville le ha dedicado un ensayo entusiasta en las páginas literarias del Financial Times. Dice Banville que Simenon combina un desapego estoico y una ilimitada compasión: que sus novelas están a la vez llenas de sentimientos y despojadas de sentimentalismo. El novelista, que ha vendido cientos de millones de ejemplares antes y después de morir, resulta ser un maestro irreductible de las sutilezas misteriosas de la literatura. Georges Simenon dejó de escribir novelas un día de febrero de 1972, pero había escrito ya tantas que a cualquiera de nosotros nunca se nos agotarán en nuestro porvenir de lectores.

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