¿Se puede decir hoy ‘Nuevo Mundo’?
La globalización y los estudios poscoloniales han vuelto anacrónica una noción que ya puso en duda Hernando Colón
¿Cómo leer hoy Memorial de los libros naufragados, de Wilson-Lee, desde las Américas Latinas convulsionadas por la aparición discursiva de los “pueblos originarios”, de sus feminismos, de su nuevo léxico, de sus inesperadas torsiones gramaticales y, por último, de su voluntad de invertir la mirada sobre eso llamado, durante tanto tiempo y con una naturalidad hoy en retroceso, “Nuevo Mundo”? Se pueden desestimar estos síntomas de una recolocación ideológica continental ridiculizándolos; quizá fuese más útil reconstruir apresuradamente su derrotero, que es el de los estudios poscoloniales, como parte de una conmoción interesante y productiva o, al menos, insoslayable.
Los mapas perdidos del mundo conocido e imaginado por Hernando Colón para su magna biblioteca, y por los así llamados conquistadores, son, hubiese quizá pensado el gran historiador Tulio Halperín Donghi (Buenos Aires, 1926-Berkeley, 2014), testimonios de lo que él denominó “pacto colonial” al principio de su Historia contemporánea de América Latina (1967). Para Halperín hubo varios pactos: el primero fue el virreinal (tres siglos) y se agotó con las emancipaciones (desde Haití en 1808 hasta Cuba y Puerto Rico en 1898). El segundo, también colonial, aunque ya políticamente independiente, duró hasta principios del siglo XX. Incluyó cronologías y planes muy diversos: en algunas zonas continentales, unificación de territorios y, según sus palabras, “asalto a las tierras indias”; en varias, auge del transporte de esclavos; en otras, junto con la unificación de los territorios, masivas oleadas europeas de inmigrantes. Lo que siguió ya no fue un pacto sino un orden nuevo. Halperín lo denomina “neocolonial”: es intrínseco a la primera globalización, tras la Gran Guerra. Y permanece, aunque con grietas ideológicas y políticas, tras la Segunda Guerra Mundial.
Pero cuando se oscureció el legado de la revolución cubana, y se agotaron los sueños de la lucha armada continental, los intelectuales y estudiantes latinoamericanos, a mediados de los años ochenta del siglo XX, empezaron a poblar abundantemente las universidades norteamericanas. Muchos venían directamente de sus países, como los exiliados de los años sesenta; otros, en su mayoría, eran hijos de inmigrantes mexicanos y centroamericanos.
Entonces tuvo lugar un fenómeno sorprendente. Esos nuevos contingentes tomaron contacto con los departamentos de inglés, adonde habían arribado los principales gestores de los estudios subalternos, provenientes de las excolonias británicas (independizadas, por poner una fecha crucial, la de la India, en 1948): entre ellos los más conocidos, como Edward Said, Gayatri Chakravorty Spivak y Homi Bhabha. Y allí, en Estados Unidos, merced a ese encuentro, se construyó, para todas las Américas, una nueva definición de nuestras condiciones de conocimiento (una episteme, suele abundarse ahora) que resucitó voces ya conocidas en nuestras regiones, como las de Aimé Césaire, Frantz Fanon (a quien los latinoamericanos habíamos leído y hasta intentado aplicar en los años sesenta), Aníbal Quijano y, sobre todo, Walter Mignolo.
Lo curioso de esta construcción, que abrió la posibilidad de un indigenismo muy distinto del que estaba incluido en el archivo del latinoamericanismo clásico, es que su origen es estrictamente norteamericano y académico: nadie corre peligro, en los campus californianos, por leer a Fanon. Pero esta secuencia de lecturas previas, desconocida en aquellos campus, no impidió su irradiación hacia otros ámbitos universitarios en ebullición: minorías, teoría y crítica feministas y queer studies. Y llegó hasta los centros intelectuales, periodísticos e institucionales de Latinoamérica con evidentes incomodidades en la recepción local y por parte de sus practicantes, una paralela obstinación por permanecer y arraigarse.
Hay sustanciales diferencias entre el norte, el centro y el sur: los tiempos históricos no son similares a los anglosajones; tampoco lo es la demografía: hay presencias masivas (en las tierras latinoamericanas) de poblaciones originarias. Además existe, en las Américas de hablas indígenas, creole, lusa y castellana, una inmensa cantidad de huellas: poblaciones, monumentos, traducciones y versiones. Como se acusa desde este ángulo de los estudios poscoloniales, solo desde una perspectiva europea —sea incrustada en las propias élites latinoamericanas o en las metropolitanas— se las reduce a desprendimiento o consecuencia de la llegada de los europeos. ¿Antiimperialismo de vieja data? No del todo, ya que sus actores y gestores son muy distintos. Nada es puro en ese corpus, pero nada es puro tampoco para los europeos.
Lo que sugieren a los latinoamericanos los más radicales practicantes de la crítica poscolonial —venida de aquella subalternidad anglobritánica— es un esfuerzo mental titánico, que no inquieta a Wilson-Lee. Mignolo, por ejemplo, propone leer a Américo Vespucio, a Bernal Díaz del Castillo o a Hernando Colón y los suyos desde la cartografía del mestizo peruano Felipe Guamán Poma de Ayala, el autor de la Nueva coronica y buen gobierno (1615), recién descubierta a principios del siglo XX. Se trata del impresionante memorándum o carta al rey que con imágenes y en quechua y castellano dibujó una polis duplicada: la ciudad de los incas y la ciudad europea comparten, en esas páginas egregias, un mapa que, al revés de los europeos, no subsume la primera en la segunda. En la Nueva coronica hay dos mundos viejos, ningún “Nuevo Mundo”. Alienta así Mignolo a eliminar la centralidad filosófica europea: alienta a “decolonizar”; el neologismo se ha asentado.
Dejo de lado aquí las discusiones históricas y filológicas sobre la datación, autoría y peculiaridades léxicas de esta obra. No menciono tampoco las voluminosas y muy serias matizaciones que los propios estudiosos latinoamericanistas poscoloniales han desarrollado. Sólo quiero mostrar hasta qué punto las condiciones de la globalización —en este caso, académica— a partir de los años noventa del siglo XX ha producido movimientos que exigirían, a este amenísimo libro de Wilson-Lee, una cierta atención a las actuales condiciones que hacen que algunas nomenclaturas, como “Nuevo Mundo”, suenen algo anacrónicas. Él mismo se explaya sobre las dudas de los propios Colón —padre e hijo— acerca de qué fuese verdaderamente lo nuevo.
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