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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Desjudicialicémonos y bilateralicémonos

Presenciar un debate como el de la investidura es al conocimiento de los pormenores de la política lo mismo que asistir a una Feria de Fráncfort es al de los negocios del libro

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración para el cuento 'El flautista de Hamelin'.
Ilustración para el cuento 'El flautista de Hamelin'.

1. Ratones

Presenciar un debate como el de la investidura es al conocimiento de los pormenores de la política lo mismo que asistir a una Feria de Fráncfort es al de los negocios del libro: en dos o tres días intensos y bien aprovechados uno se hace una idea de cómo se cuece lo que se cuece y de qué va todo, más allá de las grandes palabras y los principios inamovibles. Mientras los aguerridos neomauristas y posfascistas de Vox no paraban de agitarse y agitar en sus dispersos escaños, atragantándose con sus grandes palabras de toda la vida (patria, rey, quizás Dios), pude escuchar al señor Rufián, que siempre habla en mayúsculas y a 33 revoluciones por minuto (resultaría ideal para un curso de principiantes de español para extranjeros), desgranando un sermón tan repleto de admoniciones para la coalición a la que le han hecho la merced de apoyar, como de guiños de ojos dirigidos a que sus rivales de J×Cat no le consideren un botifler. Ahora que estoy presto a desjudicializarme y bilateralizarme, lo que más me interesó de su parlamento —además del tiempo que dejaba transcurrir entre sus palabras, pronunciadas como golpes de un tambor de Viernes Santo— fue la utilización de la fábula de Samaniego El parlamento de los ratones, a la que, casi 250 años después, le puso un final en el que no había pensado el ilustrado fabulista alavés. El argumento es conocido: la asamblea de los ratones, hartos de que el morrongo Miauragato los diezme en sorpresivas razias, aprueba en sede parlamentaria ponerle un cascabel al gato para que su sonido les advierta de su proximidad y puedan ponerse a cubierto. La asamblea ratonil aprueba la medida, pero el problema surge cuando no se encuentra ningún múrido que se atreva a ponerle la campanilla. Como ya se había preguntado Lope de Vega (en La esclava de su galán): “¿Quién de todos ha de ser / el que se atreva a poner / el cascabel al gato?”. El diputado de ERC nos lo aclara: son ellos (¿pero, exactamente, quiénes?) los valientes que se atreverán a colgárselo al gato que les amarga la vida (la derecha española, la monarquía y vaya usted a saber qué o quién más). Rufián es un héroe irredento, ya lo sabíamos. En cuanto a los ratones, es conocido que han tenido un largo recorrido en la literatura y en la cultura popular. Mi admirado Wallace Stevens, por ejemplo, se preguntaba muy pertinentemente en ‘Danza de los macabros ratones’ (traducción de Daniel Aguirre en Poesía reunida, edición de Andreu Jaume, Lumen): “… Pero quién pudo fundar / estado que estuviera libre, en el rigor invernal, de ratones”. Ratones son, además de los millonarios Mickey y Minnie Mouse, Tom y Jerry, Speedy Gonzales, y mis preferidos Pixie y Dixie, a los que el gato Jinks (¿una premonición de Trump?) hace la vida imposible. El cascanueces y el rey de los ratones, de E. T. A. Hoffmann, y El cuento del cascanueces, de Alejandro Dumas, le sirvieron de base argumental a Piotr Chaikovski para su célebre ballet. Y todos sabemos —al menos los babyboomers— cómo el Rufián de turno inventado por los Grimm se llevó al agua con la música de su flauta no precisamente al gato, sino a la plaga de ratones que asolaban la vieja ciudad de Hamelin. Eso, para empezar. Otro día les hablaré de la larguísima progenie literaria de las ratas, otra especie roedora, más bien parda o negra (y a veces azul) para la que ya no son suficiente protección los cascabeles. Y, ahora, a dormir tranquilos: si se les han caído los dientes escuchando el debate y sus muchísimos ruidos y furias, quizás mañana encuentren bajo la almohada el regalo que les ha dejado el ratoncito Pérez.

2. Poco fiable

Desde La vida del Buscón en adelante, la historia de la novela nos ha dado repetidas muestras de lo que Wayne Booth llamó en su (aún) fundamental Retórica de la ficción (1961) “narrador no fiable”. En realidad, nunca ha existido un narrador que sea fidedigno del todo: nadie dice “toda la verdad”, algo que, en todo caso, quizás no exista. Se escribe siempre desde un sesgo (llevándolo al extremo, desde la mente de un idiota, como el Benjy de El ruido y la furia, o de un obseso enamorado —y quizás, hoy, un abusador— como el Humbert Humbert de Lolita, o de un déspota como el dictador paraguayo de Yo el Supremo, de Roa Bastos). De todos los narradores poco fiables que conozco (excluyendo, claro, a los políticos), los que más complejos e interesantes me resultan son los que mienten deliberadamente al lector, ocultándose en lo que cuentan. En ese sentido, mis dos cumbres literarias son Los papeles de Aspern, de Henry James (1888), y, de modo especial, El buen soldado (1915), de Ford Madox Ford —uno de los hitos indiscutibles de la novela del modernismo—, de la que Sexto Piso acaba de publicar una nueva edición traducida por Victoria León (Edhasa la tiene en su catálogo en traducción de José Luis López Muñoz). Ford la iba a llamar “la historia más triste”, y vaya si lo es. Pero, sobre todo, se trata de una excelente novela sobre el engaño, el adulterio, los amores cansados y traicionados, sobre el chantaje, sobre el castigo. Una obra maestra que exige —y bendita sea— que sus lectores vayan más allá de la lectura ingenua de lo que nos propone John Dowell, el rico expatriado y coprotagonista que ejerce de narrador. Y no como juego o ejercicio de virtuosismo, sino porque solo tras la apariencia puede conocerse la verdad. Si quieren enfrentarse a una gran novela que trata a sus lectores con particular inteligencia y respeto, no se la pierdan.

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