El arte no vale tanto
Hay cosas que un autor no debe escribir si el resultado es un daño inmediato y tal vez irreparable a otra persona
En Nueva York septiembre tiene días de extraordinaria dulzura climática. Han pasado los grandes calores del verano pero la vegetación aún tiene un verde lujuriante, y en el aire hay una delicada tibieza, sobre todo a media tarde, cuando un sol dorado tarda mucho en declinar hacia el anochecer, como en un raro tiempo detenido. Uno de esos días de septiembre, en 1977, el poeta Robert Lowell, recién llegado de Inglaterra, tomó un taxi en el aeropuerto Kennedy y dio al taxista la dirección donde había vivido con su esposa y su hija hasta siete años atrás. En esta historia, según la descubro y la cuento, todo se vuelve familiar para mí. La casa donde vivía la exmujer de Lowell, Elizabeth Hardwick, es un edificio noble de ladrillo en una calle que conozco muy bien, la 67 Oeste, justo donde estuvo un restaurante legendario de la ciudad, Le Café des Artistes. Hardwick murió allí en 2007. Yo puedo haberme cruzado con ella, porque viví muy cerca en el otoño de 2001, y en los años posteriores he andado mucho por ese barrio.
También puedo imaginar a Lowell entrando en la ciudad desde Harlem, reconociéndola por la ventanilla del taxi después de una ausencia, a ese sol de la tarde que lo embellece todo y hasta amortigua la fealdad de la pobreza. Imagino sus ojos de mirada intensa detrás de las gafas de cristales grandes y montura negra. Lowell sufría trastorno bipolar, pero en los últimos años se había estabilizado gracias al litio. Quizás este regreso, la reconciliación que significaba, tenía que ver con esa mejora, con una especie de tardía serenidad. Junto a él, en el asiento del taxi, llevaba un cuadro que también conozco, un retrato de la mujer de la que acababa de divorciarse, la misma por la que había dejado a Elizabeth Hardwick siete años antes. Se llamaba Caroline Blackwood, y su retrato estaba pintado por Lucian Freud.
Puede que Hardwick hubiera estado asomada a la ventana para ver el taxi en cuanto apareciera en la esquina de la calle. Ese edificio estuvo destinado a estudios de artistas y tiene ventanales muy grandes. El taxi se detuvo pero no se abrió la puerta trasera. Robert Lowell estaba muerto, derribado en su asiento, con las gafas caídas. En algún momento del trayecto en el taxi lo había fulminado un ataque al corazón.
Para aceptar ese regreso truncado, Elizabeth Hardwick había tenido que perdonarle a Lowell algo más que su abandono. En 1970 el poeta viajó a Inglaterra para dar unas clases y ya no volvió. Hardwick estaba en Nueva York, con la hija de los dos, que entonces tenía 12 años. En las cartas al marido ausente le confesaba su añoranza y sus muchos agobios, los apuros de la vida práctica, la responsabilidad de cuidar a la hija, de pagar las cuentas, de ganar dinero escribiendo. El regreso de él seguía retrasándose. Sus cartas se volvían vagas y ambiguas. Se había enamorado de Caroline Blackwood, una aristócrata inglesa, escritora, vividora, muy atractiva, madre de tres hijos. Es un tiempo en el que las comunicaciones telefónicas internacionales son caras y complicadas: la ruptura entre Lowell y Hardwick se va tejiendo en un tortuoso ir y venir de cartas con sellos de correo aéreo, escritas a borbotones de remordimiento, de queja, de acusación, de súplica. Las cartas de la pareja se entrecruzan con las de los amigos de los dos, un mosaico de palabras escritas en hojas de papel luego dobladas y guardadas en sobres, depositadas en buzones, recibidas con expectación y temor, los sobres abiertos con una impaciencia nerviosa que a veces lleva a desgarrarlos. Entre los amigos y los confidentes de Lowell y Hardwick están algunos de los nombres mayores de la literatura americana de entonces: Elizabeth Bishop, Mary McCarthy. La vida y la literatura, la confesión y la agudeza, se mezclan en las cartas de una manera apasionada y urgente que tal vez no existe en ninguna otra forma de escritura.
En 1972 se firma el divorcio y llega un cierto apaciguamiento. Pero muy pronto la herida apenas cicatrizada de Elizabeth Hardwick vuelve a abrirse con más dolor que nunca. En 1973 se publica el nuevo libro de Lowell, titulado The Dolphin: Dolphin, delfín, es el nombre cariñoso que el poeta da a su nuevo amor. Hardwick abre el libro y encuentra en él, incluidos sin cambios ni disimulo en los poemas, fragmentos enteros de las cartas de sufrimiento, rabia, reproche y súplica que ella misma le había escrito durante los dos años de su separación. Cualquiera que lea el libro y que sepa algo de los dos identificará sin la menor duda esa voz humillada y doliente, a esa Lizzie abandonada de los poemas. Lowell había usado muchas veces citas literales de otros poetas, fragmentos que incluía como piezas de collage en su propia escritura. Pero al adueñarse sin permiso y sin respeto ni pudor de las cartas de la que había sido su mujer había ido más lejos, fuera tal vez de lo permisible en una obra literaria. Había saqueado y expuesto una intimidad vulnerada por él mismo, en un acto de abuso que ni siquiera sus amigos más cercanos podían perdonarle. La carta que le escribió Elizabeth Bishop es toda entera un ensayo insuperable sobre los límites éticos de la literatura. Hay cosas que un escritor no puede o no debe hacer si el resultado es un daño inmediato y tal vez irreparable a una persona inocente. Una frase de la carta de Bishop se ha vuelto proverbial: “Art just isn’t worth that much”. El arte no vale tanto, no es para tanto.
Sin ese otro arte ahora desaparecido, el de las cartas, ahora no podríamos conocer con tanto detalle esta historia. Las cartas se han extinguido tan sin remedio como algunas especies de mariposas o de pájaros que vivificaron ecosistemas espléndidos y ahora no recuerda ni echa de menos casi nadie, salvo los entomólogos o los ornitólogos apasionados que las siguen estudiando en las vitrinas de los museos. Saskia Hamilton, que ya había editado hace años la correspondencia entre Lowell y Bishop, ha armado ahora un libro aún más novelesco y más estimulante de leer, The Dolphin Letters: 1970-1979. Los poemas de Robert Lowell y los de Elizabeth Bishop, los ensayos de Elizabeth Hardwick, su rara y memorable Noches de insomnio, nos transmiten voces admirables de la literatura, presencias escritas. En las cartas de cada uno de ellos hay algo más, un estremecimiento: el de estar escuchando de verdad a alguien.
The Dolphin Letters: 1970-1979’. Elizabeth Hardwick, Robert Lowell y Saskia Hamilton (edición). Farrar Strauss & Giroux, 2019 (en inglés). 560 páginas. 47,14 euros.
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