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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Feroz gótico contemporáneo

Una novela de tonos góticos, pero narrada desde un punto de vista contemporáneo; una historia de familia que abarca cuatro generaciones; un humor que se mueve entre el rencor y la ferocidad y un verdadero ajuste de cuentas con el mundo social de la propia autora. Esos son los alicientes de esta novela tan descosida en su estructura como efectiva en su intensidad, una novela fascinante de una escritora no menos fascinante, y desconocida en España que, de pronto, aparece como un pelo en la sopa de la producción editorial de la temporada y que, por lo visto, ha pasado inadvertida.

La novela parece escrita a tirones. Se compone de cuatro capítulos, cada uno de los cuales cuenta una parte de una historia de familia que comienza con la bisabuela Webster y termina en manos de su bisnieta, la narradora, 15 años más tarde. Una narradora de la que sólo sabemos su condición de parentesco y que comienza a contar recordando su visita a la anciana señora Webster a la edad de 14 años, pero desde el presente. La novela se compone de cuatro capítulos. El primero relata la estancia de la narradora en casa de su bisabuela. Inmensamente rica, vive una vida de austeridad extrema provocada por la disciplina, el carácter y el abolengo, desprecia al género humano y está orgullosa del "mero hecho de existir sin que nada le gustase". Todo ello le hace sufrir incomodidades sin cuento -empezando por colocar su dignidad en el simple hecho de mantenerse durante horas recta en una silla de madera que es un potro de tortura-, incomodidades que arroja a la cara de su familia como muestra de su superioridad.

LA ANCIANA SEÑORA WEBSTER

Caroline Blackwood

Traducción de Celia Montolío

Alba. Barcelona, 2004

160 páginas. 14,50 euros

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Rodeada de ilustres

El segundo capítulo cambia indirectamente de narrador, ya que quien habla es la tía Lavinia (hermana del padre prematuramente muerto de la narradora y nieta de la señora Webster), pero está contado por la narradora, al igual que sucederá en el tercero, que repite la operación, pero cambiando a la tía Lavinia por Tommy Redcliffe, un antiguo amigo y compañero de su padre. La tía Lavinia, frívola y hedonista hasta el disparate, es la contrafigura de la bisabuela Webster hasta en los detalles: el exceso de calor de su casa se contrapone a la helada mansión de la señora Webster, que detesta la calefacción central, a la que considera un símbolo de decadencia. El capítulo dedicado a la tía Lavinia -brevemente casada con tres millonarios y con una variada colección de amantes, que entre todos mantienen su tren de vida- se centra sobre todo en una escena que lo descompensa, pero que es una de las más hilarantes que he leído: la recuperación de Lavinia, rescatada de un suicidio fallido, en el hospital en manos del psiquiatra.

Una vez contrastadas en esta aristocrática familia los dos polos del exceso, el tercer capítulo nos hablará del eslabón intermedio: la abuela Webster, hija de la señora Webster y madre de Lavinia y del padre de la narradora. La abuela Dunmartin es un progresivo caso de demencia que corre en paralelo con la ruina de la casa de los abuelos en el Ulster, Dunmartin Hall. Si la bisabuela Webster es una escocesa que detesta a los ingleses, pero vive en Inglaterra, el pobre abuelo Dunmartin carga con su esposa en el norte de Irlanda siendo genuinamente inglés. La decadencia de Dunmartin Hall está contada de forma grotesca, exagerada, pero igual de atractiva que todo lo anterior. Allí lo que se cuece es el relato de la decadencia junto al decidido interés de la narradora por componer la figura de su padre, fallecido en la guerra cuando ella tenía nueve años y al que apenas recuerda. El hilo de unión entre este deseo y la realidad es Tommy Redcliffe, pero viene motivado por el hecho de que la bisabuela Webster recibía con benevolencia las visitas que, al parecer también por gusto, le hacía su nieto. En el primer capítulo la narradora contó la carcelaria etapa de su vida con la bisabuela por un par de meses y la extraña relación entre su padre y su bisabuela se convierte en el hilo de esperanza para reconstruir la figura del padre.

Si la novela avanza con interés y humor extremos, pero descompensada y descoyuntada como tal novela, el cuarto y último capítulo recoge magistralmente lo anterior. La figura del padre se desvanece ante la de la bisabuela cuando se trasluce el hecho de que todos, de un modo u otro, han dependido de la arrogancia y desdén de ésta en la medida en que, en un mundo cambiante y turbulento -la Europa de las dos guerras-, era la única (aunque terrible) representación de fortaleza y orden. La narradora es ya una mujer de un nuevo tiempo -segunda mitad del siglo- y ante sus ojos el pasado se hunde como la casa Usher, pero le lega la nostalgia. Ahora imaginen todo esto contado con un rencor profundo, un humor feroz, una maldad y una desenvoltura encantadoras por alguien que pertenece a ese mundo y ha decidido soltarse el pelo. Acaban gustando hasta sus defectos.

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