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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Derrumbes y manjares

Las casas también pueden tener pedigrí. Y se puede sobrevivir a las comilonas de Navidad

Manuel Rodríguez Rivero
Jane Badler, en la serie 'V. Invasión extraterrestre', en 1983.
Jane Badler, en la serie 'V. Invasión extraterrestre', en 1983.

1. Casas

Las casas, los lugares más íntimos donde uno vive (y, eventualmente, muere), también pueden tener pedigrí. Y no solo por los arquitectos que las construyeron, o por las celebridades que las habitaron, sino también por sus secretos, sus fantasmas, sus miserias. El piso que Marguerite Duras (1914-1996) tuvo alquilado más de 50 años (los propietarios nunca quisieron vendérselo) en la calle de Saint Benoît, 5, de París, es uno de esos lugares con mucha historia política y literaria entre sus muros. En aquel apartamento convenientemente ubicado entre el Café de Flore y la librería La Hune (hoy desaparecida) se conspiró mucho: sobre la revolución, sobre Argelia, sobre Mayo del 68, sobre todas las causas que abrazó la gran escritora francesa. Aquellos muros escucharon también las voces de Genet, Michaux, Bataille, Malraux, Merleau-Ponty o Blanchot, por solo citar a algunos de sus visitantes. Allí —o en las buhardillas que Duras sí pudo adquirir en el mismo edificio o en otros cercanos— también vivieron escritores (Vila-Matas, por ejemplo; recuérdese París no se acaba nunca; DeBolsillo) y militantes de la LCR, como Daniel Bensaïd o Henri Weber, que se bebían el beaujolais de su amable anfitriona. Me he acordado de ella y de su piso porque he leído recientemente El dolor, un relato tremendo y hermoso que ha recuperado Alianza en traducción de Clara Janés.

Pero hay otras casas con historias menos pintorescas. Como aquella (Maldonado, 65) en uno de cuyos pisos viví durante largos años, y cuya siniestra historia he vuelto a recordar leyendo el interesante Tipismo franquista (Arzalia) —un título desafortunado, por cierto—, de David Pallol, quien ha recogido la historia del hoy agotado Madrid en la posguerra (Sílex) del cronista Pedro Montoliú. Aquel edificio, ahora tan sólido como una montaña de granito, se convirtió el 14 de enero de 1944 —el mismo año en que Duras alquiló su residencia parisiense— en el primer gran escándalo inmobiliario que saltó a la prensa tras la victoria franquista, a pesar de la agobiante censura.

Aquel día infausto, el edificio entonces en construcción se derrumbó como un castillo de naipes, llevándose consigo las vidas de un centenar de operarios que se encontraban trabajando entre sus muros, y cuyos cuerpos tardaron ocho días en ser rescatados de entre los escombros. La codicia fue la culpable: materiales baratos, inseguridad en las estructuras, falta de escrúpulos. Los chivos expiatorios —el juicio tuvo lugar 10 años más tarde— fueron el arquitecto, el aparejador y el encargado, que fueron condenados a una pena de prisión menor. El constructor, José Entrecanales —de una familia muy querida por el régimen— no solo no fue nunca procesado, sino que la propiedad de la finca le fue restituida a los pocos días de la catástrofe; como corresponde a un emprendedor profundamente católico, don José entregó mil pesetas a cada una de las familias de las víctimas. Y luego, aprendida la lección con sangre ajena, pudo (re)construir su edificio casi a prueba de bombas en la misma esquina de la calle del comunero Maldonado con la que entonces se llamaba de los Hermanos Miralles, en honor a tres mártires de la cruzada. En cuanto a los muertos de esta historia, de los que ya casi nadie se acuerda, no hay que preocuparse demasiado porque, como afirmaba el título de la película de Elio Petri (1971), sabemos que, con o sin mil cochinas pesetas, la clase obrera va al paraíso.

2. Comilonas

El inagotable refranero no cesa de advertirnos de los peligros de las grandes cenas: que si quieres morir, cena cordero asado y échate a dormir; que de opíparas cenas están las tumbas llenas; que quien cena y se va a acostar, mala noche quiere pasar; que si cenas cuervos sobre una mesa de disección, te sacarán los ojos con un paraguas (este último me lo he inventado un poco borracho e inspirado en Lautréamont, un autor perfecto para las resacas).

Estos días, repletos de tentaciones gastronómicas de última hora, son los más proclives del año a producir esas pesadillas a las que soy tan propenso. Quizá por eso, y por la presión mediática de pactos, sentencias, dictámenes, euroórdenes y dónde diablos se habrá metido Iglesias que está tan calladito, ayer tuve una verdaderamente peculiar y protagonizada exclusivamente por damas, sin cuota masculina. Ahí va: asistía sin ser visto, en plan Eyes Wide Shut, de Kubrick, a una sesión de espiritismo en la que intervenían, un poco incongruentemente, las señoras Monasterio, Borrás, Vilalta y Rahola, cuya rotunda presencia es bastante habitual en mis malos sueños. De repente, y sin venir a cuento, la señora Lastra hacía su aparición con un tablero de güija en la mano con el objetivo de convocar a quién sabe qué o quién. En un momento dado, y como si respondieran a una orden del más allá, todas menos Lastra —que contemplaba estupefacta la metamorfosis— comenzaron a quitarse la máscara sintética que se superponía a sus respectivos rostros, como suele hacer Tom Cruise (pero también algún malote) en la saga Misión imposible.

Lo que me despertó con temblores de espanto y sudores fríos fue la visión de lo que habían ocultado las falsas caras: otros tantos rostros verduzcos y escamosos, tan repulsivos como los de los extraterrestres reptiloides que invadían la Tierra en la serie V (Kenneth Johnson; 1983-1985), uno de cuyos episodios había vuelto a ver en la tele unos días antes. En todo caso, y ya recuperado de la pesadilla, les deseo que coman y cenen con moderación, saboreando los manjares. Y si necesitan teoría de apoyo, no dejen de leer el bien documentado y ameno Comer y beber. Una historia de la alimentación en España (Cátedra), de la historiadora María Ángeles Pérez Samper, en mi opinión, la mejor y más asequible en su género actualmente en librerías.

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