El silencio
Sistiaga se ha propuesto algo tan inaplazable como reconstruir aquella duradera barbarie de ETA desde su nacimiento, su salvaje esplendor y su bendito ocaso
Mi caso, en medio de aquel infierno que parecía interminable, solo tiene categoría de anécdota. Creo que era septiembre del año 93, durante el festival de cine de San Sebastián. Tenía resaca. No sé si provocada por películas insufribles o por otras cosas que te sientan muy bien al ingerirlas y después te pasan factura. Me desapareció instantáneamente al informarme alguien de que habían aparecido pintadas callejeras con mi nombre.
Escribían cosas tan siniestras como “Último aviso” o tan dementes como “Carlos Boyero, antivasco”. Dudo que la autoría perteneciera a productores o directores con cuyas criaturas me hubiera ensañado. Tiempo después me dijeron que había sido Jarrai, aquellos joveznos intelectuales convencidos de que las calles eran suyas. Y recuerdo las sensaciones que me invadieron: terror, mala hostia, pasmo, odio. Repito, no pasó nada, pero la amenaza fue macabra. Intenté imaginar cómo se sentía la gente que sobrevivió durante años con el aliento de ese monstruo en el cogote, rodeados de medidas de seguridad, acorralados por esa pesadilla infinita.
Jon Sistiaga se ha propuesto algo tan inaplazable como reconstruir aquella duradera barbarie desde su nacimiento, su salvaje esplendor y su bendito ocaso y final a través de documentales, entrevistas y testimonios que te hielan la sangre en la serie ETA, el final del silencio, exhibida en Movistar +. Y flipo de que haya víctimas que puedan recordar con entereza su tragedia, o que algunos acepten hablar con los arrepentidos asesinos que jodieron su existencia a perpetuidad. Y de que renunciaran a algo tan humano como la venganza. Gente que sufrió no solo la pérdida de los que amaban, sino el silencio cobarde o la abominable indiferencia de la mayoría de la población.
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