No vamos a poder odiar a Patricia Highsmith
Los diarios de la autora de 'El talento de Mr. Ripley' están en camino y son una bomba de relojería
En su última novela, El corazón de Inglaterra, Jonathan Coe elabora una teoría sobre el mundo en el que vivimos. Se ha dicho que es una novela sobre el Brexit y, por supuesto, lo es. Pero va mucho más allá. No, no es una novela nostálgica, como el resto de su producción. Ha dejado Coe de recrearse en todo aquello que pudo haber hecho y no hizo porque, dice, le ha cogido miedo a la idea de la nostalgia. En sus novelas era habitual —pensemos en La espantosa intimidad de Maxwell Sim— que un personaje regresase a una situación que ya había vivido con anteriorida —normalmente estaba ante la chica que siempre le había gustado y no se había atrevido a decirle que le gustaba, condenándole de por vida a una tristeza infinita— para no hacer absolutamente nada. No, la teoría sobre el mundo de hoy que elabora Coe en El corazón de Inglaterra no tiene nada que ver con la nostalgia. Y sin embargo, de alguna forma, invoca su aparentemente impoluta perfección.
En una de las muchas conversaciones de la trama que, recordemos, recupera a parte del elenco de dos de sus anteriores novelas —El Club de los Canallas y Círculo Cerrado— y de una forma nunca vista —como meros vehículos de la acción, en este caso reflexiva y política, y no como la acción en sí misma—, uno de los personajes le dice a otro que no vivimos en un mundo libre. A continuación y ante la extrañeza de su interlocutor, añade que vivimos bajo una tiranía. El interlocutor sacude la cabeza y dice, creyendo que se está refiriendo al avance descontrolado del maniqueísmo en los inicios de la era Brexit, que David Cameron, por entonces aún primer ministro británico, no le parece un tirano. Y el otro dice que no se está refiriendo a una persona. Que el tirano puede no ser una persona, dice. El tirano puede ser una idea. "¿Qué idea?", pregunta el otro. La de lo políticamente correcto, responde el personaje. “Es lo que opina ese personaje”, despeja Coe cuando se le pregunta si él también lo cree.
Si lo que opina ese personaje fuese cierto, la noticia de la próxima publicación de los diarios de Patricia Highsmith —deducimos que una selección, pues el pack completo incluiría más de 8.000 páginas— no sería una buena noticia para aquellos que aman su obra y su figura, poderosa, atormentada, impositiva. Highsmith pudo haber tirado la toalla desde el principio —se sabe, y de ahí su obsesión por idear muertes en el seno de la familia y la pareja, que su madre trató de deshacerse de ella bebiendo aguarrás estando embarazada—, pero no lo hizo. Lo que hizo fue intentar entender, a su torcida y desbocada manera, por qué el ser humano —por qué una madre— puede llegar a ser tan horrible. De ahí que sus asesinos —desde la bohemia pareja de Crímenes imaginarios, mi favorita, hasta el par de desconocidos que planean intercambiar víctimas en Extraños en un tren— sean siempre personas corrientes que desbocan, por un momento fatal, al animal sin empatía que esconden. Highsmith radiografió a nuestro Mr. Hyde y se permitió, porque siempre estuvo al borde de ese abismo, esconder lo justo del suyo propio.
Así vivió Highsmith, elaborando perfectos proyectiles con aspecto de historias que casi siempre fueron retratos de una obsesión o de un puñado de obsesiones —pensemos en Carol pero también en el encantador y letal Ripley—, de psiques descontroladas que por un momento ven la luz y saben que la única salida pasa por cometer el acto fatal que acaban cometiendo. A veces, siempre en realidad, leo a Highsmith y la imagino reelaborando, sin saberlo, o sabiéndolo un poco, cada vez más, la misma teoría: mi madre no era una mala persona pero lo fue. No era mala persona, pero durante un momento —cuando bebió aquel aguarrás— lo fue. Para su biógrafo, Andrew Wilson, que leyó sus diarios en su momento, Highsmith “creó un mundo en el que el límite moral no existe, dominado por lo irracional, en el que la lógica y el sentido común desaparecen cuando el lado más oscuro de lo humano toma el control”. En ese mundo, su madre seguía siendo su madre. Encajaba. Era como el resto. No era un monstruo.
Asusta pensar, por lo que Wilson adelanta de sus diarios —que llegarán en 2021, publicados en español por Anagrama—, que el mundo de hoy juzgue a la turbulenta Highsmith por lo que se contaba a sí misma en una libreta. Sentía la misma compasión —es decir, ninguna— por hombres que por mujeres, relata Wilson, en una reciente entrevista. “Como Sylvia Plath, parecía obsesionada por dejar anotado hasta el más mínimo detalle de su día a día”, cuenta. Reflexiona sobre la soledad, la culpa, la obsesión —sus diarios contienen el relato completo de la cliente de los grandes almacenes con la que se obsesionó y que acabaría dando pie a Carol, en realidad, El precio de la sal, la novela en la que se basó la película que protagoniza Cate Blanchett—, pero también lanza dardos contra todo lo que odia. “Odiaba a los judíos y a los negros de una forma completamente irracional; era, además, una lesbiana que odiaba a las mujeres, algo difícil de reivindicar por el feminismo”, prosigue Wilson.
Era Highsmith tan políticamente incorrecta que “habrá que ver”, dice Wilson, “de qué manera encaja su figura en la cultura contemporánea”, estando, como estamos, según dicho personaje de Coe, bajo la tiranía de lo políticamente correcto. “Ningún escritor querría que sus secretos quedasen expuestos”, escribió la propia Highsmith en una carta a un amigo en 1940. “Sería como desnudarse en público”, añadió. “No vamos a censurar nada”, ha dejado dicho su editora, Anna Von Planta, cuando se le ha preguntado por la manera en que los diarios iban a llegar al lector. “Lo que queremos es descubrir cómo Patricia Highsmith llegó a ser Patricia Highsmith”, ha añadido. Sería impensable, me digo, que se extirpase lo monstruoso a alguien que dedicó toda su vida a tratar de entender al monstruo que llevamos dentro. La tarea del lector es ahora tratar de entenderla a ella. Entender que el creador no es un ser impoluto, sino pura colección de aristas. ¿Qué es toda obra sino un intento, desesperado y condenado al fracaso, de intentar golpearlas hasta hacerlas desaparecer?
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