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Queda mucho por hacer

La revolución feminista produce una literatura sin tapujos que puede desembocar en un costumbrismo inane

Una mujer toma un café junto a la ventana.
Una mujer toma un café junto a la ventana.MARTIN-DM (Getty Images)

La lectura de Listas, guapas, limpias de la periodista Anna Pacheco me ha suscitado ideas contradictorias que me gustaría exponer a continuación de forma muy resumida. Una de las consecuencias más evidentes del liderazgo feminista que estamos viviendo es el giro radical de la escritura literaria. Ha surgido una nueva generación que, impregnada de lecturas anglosajonas y consciente del reto que significa encarar la identidad femenina con los menos tapujos posibles, ha optado por un lenguaje muy expresivo y voluntariamente crudo para dar cuenta de una nueva realidad, la de jóvenes preparadas, inteligentes y comprometidas que se topan con la injusticia de su existencia. Nada ocurre como sus madres habían previsto. Apenas nada de lo que ocurre estaba previsto. De modo que todo —los estudios, la vocación, el dinero, las relaciones familiares, el sexo, la maternidad— les está ofreciendo unos perfiles inesperadamente ásperos y puntiagudos. ¿Es eso la vida, finalmente? ¿Un trabajo muy por debajo del que se puede hacer, un sueldo miserable y unas relaciones personales centradas en el móvil? Sin duda, la literatura es el espacio idóneo para elaborar esa frustración de la que todos somos conscientes.

Listas, guapas, limpias encaja en este perfil sociológico. Y viéndolo así, entonces interpreto el libro como un retrato mordaz, ácido, que da mucho qué pensar sobre la extrañeza que sufre una joven catalana, hija de inmigrantes, ante los sucesivos desclasamientos a los que debe enfrentarse y que le ocasionan un sentimiento paralizador, una especie de eclipse mental que le impide tomar decisiones, identificarse con unas ideas que pueda reconocer como propias y, en definitiva, intuir su camino. La extrañeza de la protagonista, por cierto, recuerda la de Andrea, de Carmen Laforet, en Nada (también algún pasaje, como la incomodidad que experimenta la protagonista en una fiesta de clase medio alta).

Pero, al mismo tiempo, me pregunto si estoy en lo cierto haciendo esa lectura. Pues el planteamiento, estrictamente costumbrista, que se hace de la historia de esa joven que escribe de su vida en primera persona es complaciente y bonachón (recuerda a la primera Elvira Lindo) y como cualquier narración costumbrista parece concebida en función del público. Las conversaciones que mantiene con Yaiza (íntima amiga de la protagonista) son inanes, destilan una inmensa vulgaridad y la mayor indiferencia sobre la marcha del mundo. Su gran preocupación es si se hace una depilación íntegra del pubis o no; en cuanto a la protagonista, digamos que el nivel de su arrojo se comprueba cuando urde con unos compañeros una visita a la casa donde se rueda Gran Hermano, en Guadalix.

Es tanta la estupidez que asoma en las conversaciones que la indiscutible gracia con que está escrito el libro se transforma progresivamente en una mueca de dolor. ¿Así estamos? ¿O es solo la necesidad de escribir un libro con gancho (el gancho es indiscutible) y del que se hable? Entiendo, por ejemplo, que la vida sexual de las mujeres se mantuvo en el pasado ceñida a un sofocante cepo de convenciones y tabúes. De modo que deshacerse de todo eso está significando un verdadero desafío porque implica la deconstrucción de una identidad dañada: hay que escribir desde una perspectiva desinhibida y más próxima a la verdad, donde las mujeres raras veces alcanzan la sincronía orgásmica con el varón, aunque finjan hacerlo; donde la masturbación es un hecho de lo más corriente y el sexo —un sexo helado, sin verdadera empatía— se practica fútilmente, con un deseo saturado de imágenes.

Son conclusiones que saco de la lectura de Listas, guapas, limpias. Pero ese testimonio generacional resulta tan empequeñecedor que el lector sale a su vez empequeñecido de la lectura. Y pensando qué le importa que la protagonista lleve las bragas limpias, sucias o con un lacito rosa sobre el ombligo o que se meta los dedos en el coño para comprobar su olor. Tal vez el título debiera ser otro, porque nada hay en el retrato de esas jóvenes y de sus familias, con sus decires y sus palabros, que admita la mínima elevación y por tanto lo justifique. ¿O es que Anna Pacheco se vale de la ironía que puede ofrecer la narración costumbrista para ponernos, a la manera de Larra, frente al espejo de un universo femenino al que le queda todavía un gran trecho por recorrer? Así estoy, y quedan descritas fielmente mis dudas.

Listas, guapas, limpias. Anna Pacheco. Caballo de Troya, 2019. 180 páginas. 14,90 euros.

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