El poder curva el tiempo
Un ensayo analiza cómo los dirigentes alteran el orden temporal. Cambiar el calendario es una opción, pero hay muchas más
Los revolucionarios jacobinos franceses implantaron, en 1793, un nuevo calendario de doce meses —del otoñal vendimiario al fructidor—, de tres semanas de diez días. El nuevo calendario republicano marcaba una ruptura con el pasado monárquico e inauguraba una nueva época, que, a la hora de la verdad, duró pocos años. Más de un siglo después, en 1918, Rusia adoptaba el calendario gregoriano, habitual en Occidente, y dejaba atrás el juliano, que funcionaba desde finales del siglo XVII. Por el camino se perdieron trece días. Años más tarde, Stalin proclamó la semana de cinco días, en oposición a la “burguesa” de siete. Resultó imposible llevarla a la práctica. Era, en cualquier caso, otro intento más de modificar la relación entre sociedad y tiempo. Cambiar el calendario constituye una de las muestras más claras de la intervención permanente del poder sobre el orden temporal. Existen muchas otras menos evidentes, pero igualmente significativas. La cronopolítica constituye, ayer como hoy, un aspecto muy relevante.
El poder curva el tiempo, sostiene Christopher Clark en un interesante ensayo titulado Tiempo y poder. Este historiador, bien conocido por El reino de hierro. Auge y caída de Prusia, 1600-1947 o Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, nos ofrece un análisis de cuatro momentos de la historia de Brandeburgo-Prusia-Alemania, entre el siglo XVII y la época nazi, y de las relaciones de sus respectivos regímenes de gobierno y de sus forjadores de poder con el tiempo y la temporalidad. No existe, sin embargo, excepcionalidad alemana en este terreno, más allá de la centralidad del Estado y la estrecha relación entre trauma y temporalidad. Adscribiendo su estudio en la línea del giro temporal y en las aportaciones de Koselleck o Hartog, el autor se interroga sobre la forma en que los detentadores del poder justifican sus actitudes y acciones a través de argumentos y conductas con cuños temporales específicos. Al lado de la historicidad —conjunto de presupuestos que expresan las interrelaciones entre pasado, presente y futuro—, Clark fundamenta su estudio en el concepto de temporalidad, que define como la sensación intuitiva de un actor político de la textura del tiempo experimentado.
Esta sensación del movimiento del tiempo resulta evidente en las cuatro épocas abordadas: las del calvinista Federico Guillermo, el Gran Elector, reconstructor de la monarquía compuesta brandeburguesa tras la guerra de los Treinta Años; del monarca prusiano Federico II, el rey historiador, en el siglo XVIII; del estadista Otto von Bismarck, entre los efectos de las revoluciones de 1848 y la derrota en la Gran Guerra, y, por último, de Adolf Hitler y los nacionalsocialistas, que rompieron radicalmente con las historicidades precedentes. Lo individual toma peso en la obra frente a los cambios sin agente y las modernidades únicas. El Gran Elector tenía la sensación de que su presente era un umbral inestable entre las catástrofes del pasado y un futuro incierto, solamente abordable a partir de un Estado liberado de los lastres de la tradición. Acabar con los privilegios provinciales heredados se convirtió en esencial. Su bisnieto, en cambio, especialmente tras la paz de Westfalia, optó por la intemporalidad y la inmovilidad estetizada. En el siglo XIX, Bismarck tuvo que defender de las fuerzas revolucionarias y reformistas pos-48 al Estado monárquico, pensado en su intemporal persistencia. El nazismo rompió con la historia, identificando en su régimen un continuo ahistórico y racial entre el presente y los pasado y futuro remotos. Con una armónica combinación entre lo erudito y lo narrativo, Clark nos brinda una sugerente reflexión, a partir del caso alemán, de las relaciones entre los poderes y esa construcción cultural contingente que es el tiempo.
Tiempo y poder. Christopher Clark. Traducción de Alejandro Pradera. Galaxia Gutenberg, 2019. 296 páginas. 23,90 euros.
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