‘Ven a cenar conmigo’: la verdad sobre todos nosotros
Media vida buscando la verdad entre religiones y filósofos, y al final la encuentras en Telecinco
Te pasas media vida buscando la verdad entre religiones y filósofos, y al final la encuentras en Telecinco, en un sitio llamado Ven a cenar conmigo: gourmet edition.
Lo de gourmet edition lleva una guasa a lo Luis Carandell o a lo Forges, como estamparle un sello de doce años a un whisky de garrafón. Nos da igual: quienes ponemos la tele ya sabemos qué bebedizo nos van a servir. Todo el programa es garrafón, desde la idea (juntar a unos famosetes para que compitan por quién ofrece la mejor cena en su casa) hasta los concursantes, pasando por el premio, tres mil míseros euros. Hubo un tiempo en que la tele eran grandes platós, sueldazos, camerinos como mansiones, despiporre y lentejuelas. Ven a cenar conmigo es a aquella tele lo que las ruinas del Partenón a la Grecia clásica. Contemplándolo, entendemos todo lo que se ha perdido.
Y, pese a ello, gracias a la mezcla de un montaje brillante y la autoconciencia de los invitados, el programa es un monumento tragicómico que nos enfrenta a las verdades más incómodas de nuestro ser.
En los salones se juntan famosos de ida con famosos de vuelta. Es decir, viejas glorias que ansían chupar un par de planos antes del mutis total, y caraduras de nueva planta que buscan un huequito en el escaparate. La vanidad que persiste y la vanidad que florece. Es muy difícil no reconocerse en esas tristezas. Todos hemos sido alguna vez anfitriones o invitados a una de esas cenas desastrosas. Todos hemos sido Francisco pidiendo a gritos líricos un poco de la atención perdida. Todos hemos sido la malvada Laura Matamoros callándonos los dardos envenenados que la idiotez ajena nos inspira. Todos hemos sido esa Rosa que suspira por un novio que no llama a su puerta. Ridículos, sí, pero no más que cualquiera de nosotros.
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