Arquitectura que cuida
La sede de la Fundación Kálida, proyectada por Benedetta Tagliabue en Barcelona, recupera la idea de los edificios que acompañan y consuelan
El mejor hospital del mundo no puede ser un inmueble estrictamente funcional. Los médicos lo saben: además de curarse, los pacientes quieren que se les escuche. Son protagonistas involuntarios de una carrera de urgencias para que no se les acabe la vida. Y aun en esa vertiginosa espiral, es necesario que algo mantenga la calma. Con cuidados, luz y comodidad, la arquitectura sanitaria puede aliviar el dolor, distraer las esperas y acompañar a los pacientes. El finlandés Alvar Aalto pasó a la historia como el genio que humanizó la arquitectura moderna. Uno de sus primeros proyectos fue un hospital en Paimio, 140 kilómetros al este de Helsinki, que pronto cumplirá 100 años. Sigue siendo un edificio moderno pero es, ante todo, un inmueble atento: se adelantó a las necesidades de los enfermos. El color amarillo de la escalera siembra los pasillos de esperanza y la escasa altura de los peldaños permitía que los enfermos hicieran ejercicio sin agotarse. En la azotea, la barandilla es muy baja. Hoy no cumpliría la normativa. Aalto la ideó para que los tuberculosos que tomaban el sol reposando en hamacas no se perdieran el bosque de abedules que rodea su edificio.
Los mejores hospitales no son lugares asépticos, son monumentos al cuidado y al respeto por los pacientes, esperanza en medio de quirófanos y camillas. Consiguen que donde se respira incertidumbre y miedo entre el alivio del reposo. En Brasil, el arquitecto carioca João Filgueiras Lima, conocido como Lelé, proyectó un puñado de hospitales públicos para víctimas de politraumatismos que llevan el nombre de Sarah Kubitschek, la primera dama de la época en la que se levantó Brasilia, en 1960. Los centros Sarah son prefabricados pero humanos. Sus jardines, terrazas y pasarelas ventiladas hacen que los enfermos tengan una cotidianidad con vistas y aire limpio.
Hay más centros pensados para motivar a los pacientes. Curiosamente, muchos tienen nombre de mujer. La paisajista escocesa Maggie Keswick Jencks supo que su cáncer de pecho se había extendido y, durante su tratamiento, pensó en dejar como legado un lugar en el que poder vivir mejor estando mal. Buscó que los pacientes se sintieran personas delante de un jardín, preparándose un café y descansando entre tratamientos en un espacio doméstico. Quiso dejarles una casa de verdad. Ocurrió en 1996. Hoy, en el Reino Unido, hay 21 casas como la que imaginó Maggie. Las han firmado arquitectos como Richard Rogers, Frank Gehry, Norman Foster o Zaha Hadid. Y se están construyendo Maggie’s Centers en Hong Kong y en Singapur. En Edimburgo, mientras construían el Parlamento de Escocia, Enric Miralles y Benedetta Tagliabue conocieron a Charles Jencks. El arquitecto que teorizó sobre la posmodernidad ya era, por entonces, viudo de Maggie. Se hicieron amigos. Un lustro después, a Miralles le diagnosticaron un tumor cerebral que acabó con su vida en el verano del año 2000. Su viuda, Benedetta Tagliabue, quiso trabajar pro bono para la asociación. Y activó un proyecto en colaboración con los Maggie’s Center para levantar el primer centro Kálida en España, que acaba de inaugurarse en el recinto modernista patrimonio de la humanidad del hospital de Sant Pau de Barcelona.
El esfuerzo de esta década ha sido tal que la ingeniosa planta hexagonal —que busca rincones íntimos—, los pliegues de la fachada y su forma orgánica, el trabajo de ladrillos de la fachada —que parece de cestería— o el cromatismo del mosaico de la cubierta casi parecen una anécdota. Curiosamente, el proyecto de Domènech i Montaner —la reforma de un recinto gótico original que apostó por la belleza curativa en 1930— también contaba con el patrocinio cívico. Los 27 pabellones modernistas, de un total de 48 dibujados, se construyeron gracias a benefactores como el banquero Pau Gil.
La escala humana y el descubrimiento de los detalles en los edificios —que en el hospital de Domènech i Montaner honraban a la historia de Cataluña y a la religión— se concentran en el proyecto de EMBT en una oda a la naturaleza. Al tacto y a las celosías que mitigan el sol se unen los grandes ventanales que buscan que el jardín entre en el centro. El interior, cálido, colorista y generoso, como es ella, delata la mano del mobiliario que Patricia Urquiola ha querido aportar. La colaboración, la madera y la comodidad humanizan un espacio pensado para dar un trato cercano y respetuoso a la vez —con intimidad y compañía— a los pacientes en tratamiento de cáncer. Así, el edificio es orgánico y alegre. Tiene el aspecto de un trabajo meticuloso y expresivo, pero se aligera por partes y capas buscando el diálogo con la historia, el lugar y, tal vez, la enfermedad.
Las construcciones que hacen sentir bien no descuidan el entorno ni a las personas: los integran
La arquitecta Beatriz Colomina sostiene que fue la tuberculosis la que decidió el aspecto purista de la arquitectura racionalista: “Los vanguardistas del siglo XX presentaron su arquitectura como un instrumento para la salud”. Al parecer, hablaban de limpieza, no consideraban la salud mental. El bienestar requiere espacios amables como este. La arquitectura que nos hace sentir bien no descuida el entorno ni nos descuida a las personas: nos integra. Ese esfuerzo de integración es también un ejercicio de humildad arquitectónica. Cuando los proyectistas más conocidos se ponen a diseñar gratis para quienes buscan un refugio, les tiembla el pulso. Dudan, se dedican a observar a los pacientes. Y aprenden a cuidar. A pocos metros del departamento de Oncología de Sant Pau, esta nueva casa se anuncia con el color de la tierra.
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