‘Trekkie’ a los casi cuarenta
¿En qué momento, al hacernos mayores, dejamos de emocionarnos con las historias de aventuras?
Soy un trekkie tan tardío que me da vergüenza llamarme trekkie. Para eso tendría que haber descubierto Star Trek a los trece años y no con casi cuarenta. Me he puesto al día rápido. Gracias a las plataformas, he visto todas las series, casi todas las películas y reunido una pequeña bibliografía. Ya estoy listo para debatir con cualquier trekkie del mundo. Mi erudición sobre la Flota Estelar está muy actualizada.
No cuento esto para darles lástima ni para que quienes me tenían por una especie de intelectual me retiren el saludo al descubrir que solo soy un friki, sino porque acaba de terminar la segunda temporada de Star Trek Discovery (Netflix), que empalma con los orígenes primerísimos de la saga, y al sentimiento de orfandad que me ha asaltado se ha añadido una duda: ¿en qué momento, al hacernos mayores, dejamos de emocionarnos con las historias de aventuras?
Hay un instante en que se nos endurece el gusto. Decimos que se nos ha refinado, que apreciamos relatos más complejos, más íntimos y menos maniqueos, pero en realidad nos volvemos impermeables a la mitología. A quienes tenemos hijos se nos abre una segunda oportunidad: podemos volver a disfrutar de esas aventuras contándoselas a ellos.
Star Trek es mitología moderna, la enésima reescritura de Jasón y los argonautas, un viaje (el de Jasón) que ha servido a Andrea Marcolongo para escribir sobre el descubrimiento del amor en la edad adulta en su libro La medida de los héroes. Leyéndolo, he entendido por qué puedo ser un trekkie más que digno pese a mi provecta edad: porque los mitos tienen una capacidad metafórica inagotable. Recuerda Marcolongo que metáfora, en griego moderno, significa vehículo, y tanto niños como adultos pueden viajar en la misma nave de Argo (o en la Enterprise), percibiendo cosas muy diferentes. Los viajes odiseicos nunca dejan de interpelarnos.
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