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Blogs / Cultura
La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro
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Columna
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El incordio de los vídeos y las fotos de los móviles en los conciertos

Bob Dylan se enfadó con parte de su público por tomar imágenes. El debate sobre el uso de los teléfonos en actuaciones íntimas está cada vez más encendido

Fernando Navarro

Después de años sin dirigirse al público durante un concierto, Bob Dylan lo hizo el pasado martes en Viena molesto ante las fotos que le tiraban. El músico estadounidense se encontraba interpretando Blowin in the Wind cuando masculló algo que no se entendió al micrófono y retrocedió sobre sus pasos. Al caminar de espaldas, se tropezó con un amplificador y casi se cae de bruces contra el suelo. A sus casi 78 años y con evidentes achaques físicos, el susto fue grande. Enojado con la situación, se volvió a acercar al micrófono y dijo: “Podéis tomar fotos o no tomárnoslas. Podemos tocar o podemos posar. ¿De acuerdo?”. Y se encaminó con cara de enfado al piano a interpretar It’s Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry. Luego, como hace en todas sus actuaciones, se fue sin despedirse. Fue la primera vez en mucho tiempo que dijo algo sobre un escenario fuera de las canciones.

En el pasional mundo dylanita, las palabras del autor de Like a Rolling Stone fueron noticia. Cerca de dos años atrás hablaba simplemente para presentar a la banda pero dejó de hacerlo, motivado en parte por todo el revuelo que se generó sobre su figura tras la concesión del Nobel de Literatura. Pero, más allá de la noticia, Dylan planteó un debate sobre el uso de los móviles y sus cámaras fotográficas durante los conciertos. ¿Se pueden hacer fotos? ¿Hasta qué punto es legal? ¿Hasta qué otro punto es molesto para el artista o para el resto del público?

En el caso de las actuaciones de Dylan, no hay debate. El músico es tajante: nada de fotografías en sus conciertos. Tiene una estricta política al respecto. Se informa por los altavoces de los recintos antes de los shows que los vigilantes de seguridad podrán requisar todo móvil que vean grabando vídeos o tomando fotos. Y, como se puede comprobar durante la actuación, estos guardias, sentados frente al público, no descansan durante toda la actuación llamando la atención con un láser o en persona e incluso requisando algún móvil que luego se devuelve a la salida. Si el susodicho/a no quiere entregarlo, se le obliga a abandonar el concierto con su móvil en la mano.

En los conciertos de Dylan, el problema surge cuando algunos (la minoría) no respetan las normas y, por tanto, los guardias se pasan la actuación incordiando involuntariamente a los demás que sí las respetan. En la gira de 2018, me senté cerca de una susodicha a la que el vigilante le llamó la atención al menos cuatro veces. Cada vez que lo hacía tenía que pasarse por nuestra fila y apartarnos un poco para que la otra pudiese darse por enterada. Fue un suplicio para todos los que quisimos disfrutar del concierto. También vi cómo se llevaban a uno por reincidente y no querer dar su móvil.

Nunca he entendido por qué nadie respeta la petición del artista, que intenta ofrecer el mejor espectáculo posible según su visión creadora y artística. La primera vez que escribí una crítica sobre un concierto de Dylan fue en la gira española de 2015 y ya llamé la atención de que todo formaba parte de su actitud por centrar toda la atención en lo verdaderamente importante: la música, aquello que sucede solo en el escenario. Pocos músicos en la actualidad se esfuerzan tanto porque sus canciones suenen tan bien en directo. Por eso, todo lo demás, incluidas las fotografías y la parafernalia de la experiencia del concierto, es irrelevante.

Dylan, sin embargo, no ha llegado a los límites de Jack White y Chris Rock. Ambos no permiten que nadie entre en las salas de sus conciertos con un móvil si no está sellado dentro de una bolsa. King Crimson, por su parte, es aún más tajante que Dylan: Robert Frypp, líder del grupo británico, impone cero tolerancia con los móviles. Los vigilantes te lo quitan a la primera, sin oportunidades. También se avisa por los altavoces y se invita a los asistentes a algo que parece obvio, pero a veces no lo es tanto: a disfrutar con los sentidos, sin pantallas. “Prohibido sacar un móvil durante el concierto. Solo se puede grabar con los ojos y la mente”, decía una voz femenina antes del último concierto de King Crimson en Madrid en noviembre de 2016.

En España, Robe Iniesta tampoco deja que se grabe con el móvil. Otros músicos son más tolerantes pero en alguna ocasión he visto a más de uno pedir por favor que no se les “ciegue” con los flashes en mitad de la actuación. Más aún cuando es una actuación recogida. Recientemente, he vivido esta invasión contra la intimidad que ofrece un concierto en una sala pequeña o en un teatro en conciertos de Luisa Sobral (en el teatro Cofidis Alcázar) y Jorge Drexler (en el teatro Nuevo Apolo). Más de un despistado se olvidó de apagar el flash y no solo cegó al músico sino también a los demás. Incluso con Luisa Sobral una señora se empeñó en grabar toda una canción tapando con su mano y su móvil gigante la visión de los que estábamos detrás. No era de recibo.

No entiendo por qué la gente no respeta este tipo de reglas no escritas en un concierto cuando sí lo hace durante uno de música clásica, la proyección de una película en una sala de cine o durante la función de una obra en una sala de teatro. Hay conciertos -muchos- que requieren el mismo respeto, la misma atención, la misma sensibilidad hacia el escenario que una película u obra de teatro. Está claro que en festivales o conciertos masivos o en salas grandes los requisitos no son los mismos porque tampoco la experiencia es la misma, pero otros no. Otros más íntimos requieren del mismo sentido común y la misma dignidad con respecto a lo que significa compartir y vivir la experiencia artística del músico o la banda que está interpretando sus canciones sobre un escenario. Hacer música no es hacer ruido. Como hacer música no quiere decir que todo vale al otro lado del escenario.

Durante una actuación de Diego El Cigala en el teatro Le Trianon de París en 2015, vi a una mujer que se levantaba de su butaca para regañar (literalmente) a todo aquel que a su alrededor sacaba un móvil para grabar, tirar una foto o consultar un mensaje o lo que fuera. En el fondo, a esta mujer le molestaba muchísimo la luz intensa de los aparatos en plena oscuridad de un concierto cercano, donde Cigala dedicaba canciones a su pareja recién fallecida, dentro de un escenario decimonónico maravilloso. Al principio, sentí cierta lástima por la cruzada de la mujer, que se levantó ofuscada en varias ocasiones, pero, al final del concierto, la entendí perfectamente. Había gente en ese teatro que no sabía ni a lo que había venido.

Suele pasar. No todo el público está a la altura de los músicos. Ni de la música. Más allá de que nunca entenderé por qué la gente necesita captarlo todo a través de un móvil, no me entra en la cabeza por qué alguien necesita estar más pendiente de cómo queda la canción de su vida a través de una pantalla del teléfono que a través del mágico momento de vivirlo en persona, con todos los sentidos, en cuerpo y en espíritu. Esa comunión es la clave de la música en directo, de un concierto. Es un acontecimiento íntimo, inigualable. Supongo que las compañías y las marcas de telefonía (y YouTube) se frotarán las manos con nosotros, pero esos chismes se estropearán o se esfumarán como se esfuman tantas cosas que se quedan por el camino, pero, mientras no nos invadan el alzhéimer o una fiebre de soberana idiotez, nuestros recuerdos permanecerán. E incluso aunque nos invadiesen seguiría siendo más rentable, respetuoso y educado no molestar con el móvil a los demás.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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