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SILLÓN DE OREJAS
Tribuna
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Subiendo y bajando

La atmósfera sórdida, nocturna y opresiva del existencialismo popular de posguerra está obsesivamente presente en ‘El montacargas’, de Frédéric Dard

Manuel Rodríguez Rivero
Robert Hossein y Lea Massari, en la película 'El montacargas' (1962).
Robert Hossein y Lea Massari, en la película 'El montacargas' (1962).

1. Montacargas

Siruela, la editorial de Ofelia Grande, sigue felizmente empeñada en el rescate de clásicos de la novela policiaca de la golden age. Ignoro si el éxito comercial acompaña al entusiasmo y gusto con que las editan, aunque me temo que, dado que los aficionados a la intriga detectivesca están hoy acostumbrados a la sobreabundancia de sadismo, morbo, perversión y gore del noir oscuro y retorcido frecuente en las novedades del género, estas historias casi “blancas” en las que los asesinados sangran poco, y el sabueso/a es un tipo/a “normal” que no tiene más problemas personales y afectivos que resolver el crimen con la única ayuda de su inteligencia, quizá no despierten tanto entusiasmo lector.

Además de su “biblioteca de clásicos policiacos” —en la que pueden encontrarse buenos quién-lo-hizo de maestros como Ngaio Marsh, Michael Innes o A. A. Milne—, Siruela publica de vez en cuando viejos éxitos policiacos en otras colecciones. Es el caso, por ejemplo, de El montacargas, publicada originalmente en 1962. Su autor, Frédéric Dard (1921-2000), uno de los más prolíficos y populares novelistas franceses de posguerra, es mucho más conocido por el seudónimo de San-Antonio —el más célebre de la treintena de falsos nombres con los que firmó sus obras—, bajo el que publicó casi 200 novelas policiacas entre los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Fue, para entendernos, una especie de equivalente francés (en cuanto a seguimiento popular) de nuestro José Mallorquí (1913-1972), autor, entre otras muchas obras, de la serie El Coyote (editorial Molino) y de una de las menos retóricas notas de suicidio que recuerdo: “No puedo más. Me mato. En el cajón de mi mesa hay cheques firmados”.

En cuanto a Dard, sólo inferior en fecundidad productiva a su contemporáneo (y rival) Simenon, era capaz de publicar cinco o seis novelas al año, unas más “serias” y trabajadas que otras. En El montacargas, cuya intriga se resuelve mediante una ingeniosa pirueta que no me perdonaría revelarles, se perciben las influencias de autores de la época: Simenon, Peter Cheyney, o el gran Cornell Woolrich (William Irish). Pero, sobre todo, en El montacargas está obsesivamente presente la atmósfera sórdida, nocturna y opresiva del existencialismo popular de posguerra, con sus personajes torturados (él, un expresidiario; ella, una malcasada), los bistrots donde acuden las almas perdidas, las calles humedecidas por una lluvia amarga e infinita. La novela —que se lee en un par de horas— fue llevada al cine por Marcel Blüwal, con dos estupendos actores que encarnaban perfectamente a los protagonistas: Robert Hossein y Lea Massari. Su final era menos acongojante que el de la novela, pero la pirueta que silencio era la misma.

2. (Des)informados

Dice Nietzsche en uno de los fragmentos (IX, 580) de Humano, demasiado humano: “La ventaja de la mala memoria es que se gozan varias veces las mismas cosas buenas como si fuese la primera vez”. La desventaja es que con desmemoria no se aprende del sufrimiento y del error, algo que queda muy patente en estos días preelectorales, cuando no recordamos las mentiras ya dichas por los mentirosos de siempre y los fantasmas del pasado siguen enrareciendo el ambiente del presente. Menos mal que, de vez en cuando, nos los recuerda algún telediario, de esos (más bien pocos) en los que aún no se ha completado esa desvalorización de la información tan contemporánea “cuya eficacia se basa en borrar con lo que cuenta aquello que omite y, gracias al sistema de conducción y sucesión de noticias, hacer invisibles las fisuras por las que podrían emerger esas omisiones”.

Ese diagnóstico, que tomo de La máscara sobre la realidad (Alianza), un trabajo de Rafael R. Tranche acerca de los avatares de la información en nuestra era digital que no me canso de recomendar, me resulta patente cuando, por ejemplo, sigo telediarios como el de Pedro Piqueras en Telecinco, en el que el énfasis en los sucesos (y mejor cuanto más morbosos) y en lo anecdótico contamina y lamina toda jerarquía en la presentación de las noticias, reduciéndolas a una amalgama en la que todo resulta igualmente pertinente, con lo que se minimiza y trivializa una realidad cada día más elusiva. El telediario, antiguo bastión de información diaria en el medio más seguido, es también hoy parte de la industria de entretenimiento. No digo que haya que destrozar la tele a hachazos (ganas no me faltan, a veces), pero sí usarla en dosis prudentes, como el alcohol o los alimentos procesados.

3. Pepesteban

Imprescindibles para todos los interesados en la vida cultural (y no solo) del Madrid de la segunda mitad del siglo XX son las “memorias literarias” que, bajo el título Ahora que recuerdo acaba de publicar José Esteban en Reino de Cordelia. José (aka Pepe) Esteban (Sigüenza, 1935) ha sido casi todo lo que se puede ser en el mundo de la literatura y de la bohemia, desde librero, editor, crítico y novelista (y folclorista y paremiólogo, como asegura la Wikipedia) hasta periodista y animador de tertulias (de aquella más bien comunista y lejana del café Pelayo a la última de ayer en el incombustible Gijón) y de revistas infinitas. Ha tenido trato, hablado, discutido y se ha emborrachado (o, al menos, achispado) con casi todos los escritores que han contado en la literatura en español durante al menos tres décadas. Y sabe muchísimo de lo que se coció en aquel Madrid aparentemente monocolor, pero con fogonazos de esplendor y esperanza, de los sesenta, setenta y ochenta (con los exiliados de vuelta a casa). Conspicuo antifranquista, republicano feroz y contumaz bergaminiano con un oído especial para el color local y anímico de Madrid, su libro, hecho de fragmentos escogidos de su memoria, es una auténtica joya que rescata un tiempo y una ciudad en los que podía pasar casi todo. Y vaya si pasó.

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