La melancolía de los justos
En medio de la sumisión general al nazismo, un grupo de resistentes preservó misteriosamente la libertad de espíritu
Estoy parado en el patio de un edificio de Berlín que podía ser un cuartel o una cárcel. La arquitectura resulta más penitenciaria todavía en la mañana gris de marzo que parece de enero, sobre todo para quien acaba de llegar de una primavera adelantada. He cruzado una entrada profunda como un túnel, ancha y baja, con un dintel de piedra, de esa piedra temible por la que mostraban idéntica predilección los arquitectos nazis y los soviéticos. Este edificio masivo como una fortaleza cúbica fue la sede del Estado Mayor del Ejército de Tierra en los tiempos de Hitler. Ahora alberga el Memorial de la Resistencia Alemana; lo contiene y forma parte de él. Los cuatro muros que rodean el patio desnudo tienen varios pisos con ventanas idénticas, con dinteles de esa misma piedra punitiva y mortuoria. El piso es de adoquines. En el centro del patio hay una estatua de bronce, de tamaño algo mayor del natural pero no gigantesca, un hombre joven, desnudo, con las manos atadas. El simbolismo es austero. En este patio fue fusilado la noche del 20 de julio de 1944 el coronel Claus von Stauffenberg, que esa misma mañana había dejado una maleta con una bomba a los pies de Hitler, debajo de una mesa en la que se desplegaban mapas de batallas. Von Stauffenberg voló de vuelta a Berlín convencido de que Hitler estaba muerto y llegó a este edificio para participar en el golpe militar que derribaría el régimen y pondría final a la guerra. De pie en el patio, en esta mañana silenciosa, más silenciosa por la grisura de la luz y la llovizna tenue, imagino los ladridos secos de las órdenes, los taconazos sobre los adoquines, la descarga de los fusiles, atronadora en este espacio cerrado.
Una puerta acristalada da al interior. Los peldaños de una escalera muy bien torneada son de la misma madera oscura que los pasamanos y los dinteles de las puertas. Mientras se sube, a lo largo de las paredes, en los descansillos, hay retratos en blanco y negro de personas con aspecto de los años de entreguerras, hombres y mujeres, todos desconocidos para mí. Todos tienen un aire familiar, de época, gafas redondas, sombreros, solapas de abrigos, corbatas de nudo estrecho, trajes de rayas: pero lo que los vuelve más semejantes entre sí es una especie de melancolía repetida, una formalidad de clase media, de gente en general cultivada y reflexiva. Algunos hombres llevan chaquetas negras y alzacuellos de pastores luteranos. Otros parecen funcionarios, profesores de Filosofía. Hay muchas mujeres, de casi todas las edades. Las que irradian más tristeza son tal vez las jóvenes, que han posado sonrientes en algún jardín al sol o en alguna excursión, antes sin duda de la guerra, antes de sospechar siquiera el destino que les aguardaba, incluso el coraje que iban a mostrar en momentos supremos.
Son las caras de los resistentes alemanes. No parece que fueran muchos, ni que le hicieran mucho daño al régimen. Son estudiantes muy jóvenes que se reúnen en secreto y elaboran octavillas para repartirlas luego entre personas cercanas, o dejarlas en un banco a la entrada de la Facultad, o lanzarlas a toda prisa desde un balcón, sobre un patio. Son pastores, también algún cura católico, que se niegan a secundar la complicidad y el servilismo de sus jerarquías eclesiásticas, o parejas que escuchan en la radio las emisiones prohibidas de la BBC. Son los justos secretos, la excepción a la regla. Están solos, aislados, asustados, pero no se rinden. Son conscientes de la desproporción entre lo muy poco que pueden hacer y el castigo seguro que les espera cuando tarde o temprano sean apresados. Les espera la tortura, la infamia pública, la horca. En medio de la sumisión casi universal, ellos han preservado misteriosamente la libertad de espíritu; a contracorriente de la bestialidad institucionalizada, ellos mantienen intacta la llama secreta de su humanidad: unas veces actúan movidos por creencias religiosas; otras, por lealtades políticas. Hay entre ellos cuáqueros contumaces que se niegan a sostener armas y no dudan nunca en socorrer a un semejante perseguido. Hay testigos de Jehová, hay antiguos socialdemócratas y sindicalistas. Hay militares. Hay monjas.
Sus fotos y sus historias se suceden en las habitaciones del Memorial, los antiguos despachos y salas de reunión de jefes del Ejército. Acabo de entrar justo en la misma en la que estuvo Hitler la primera vez que visitó este edificio, recién nombrado canciller. Desde el umbral de otra sala parece que viene enérgicamente hacia mí un hombre tan alegre que rompe la melancolía general de la atmósfera. Es una foto de tamaño natural: un hombre joven, que camina deprisa por una calle soleada, con aspecto deportivo y algo tintinesco, con pantalón bombacho, camisa abierta, calcetines altos, zapatos recios, un moderno de los primeros años treinta.
Es Georg Elser, maestro carpintero y tocador de cítara, aficionado a los deportes y a los bailes gimnásticos que venían de América con la música de jazz, simpatizante comunista, enamoradizo, errabundo, como los artesanos ambulantes de la Edad Media. Hacia finales de 1938, Elser empezó a planear un atentado contra Hitler y la cúpula nazi, convencido de que era preciso acabar con ellos para evitar la guerra. Parece que Elser era una de esas personas festivas que también saben ser muy solitarias. Durante un año entero, sin decirle nada a nadie, reunió los explosivos y preparó el mecanismo de relojería de una bomba que pensaba esconder en el hueco de una columna, en la cervecería de Múnich donde cada año Hitler y los suyos celebraban el aniversario de su tentativa de golpe de 1923. Se instaló en Múnich, y cada noche se quedaba escondido después del cierre de la cervecería, instalándolo todo, con su ensimismamiento de solitario, con su destreza de maestro carpintero que también había trabajado en una fábrica de relojes.
En el podio, el 8 de noviembre de 1939, delante de la columna ahuecada en la que estaba la bomba de Elser, Hitler dio su discurso, rodeado de jerarcas nazis. Nunca un grupo tan reducido de personas ha sido responsable de tanta destrucción. El mundo habría sido otro si Elser hubiera cronometrado la explosión para unos minutos antes. Pero esa noche Hitler abrevió su arenga, porque tenía prisa por volver a Berlín.
Cerca de la foto de cuerpo entero de Georg Elser hay otras que le tomó la Gestapo después de torturarlo. El hombre risueño que paseaba los ojos al sol ahora es un guiñapo con el pelo revuelto y los ojos morados, víctima y héroe en la galería de retratos de la resistencia alemana.
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