Éxito y fracaso: nunca vestimos una vida de nuestra talla
No estamos diseñados ni para el triunfo ni para la derrota, pero tampoco nos consuela la idea de una vida tranquila


Cuando empezó Juego de tronos, en 2011, Emilia Clarke era una moza inglesa de 25 años recién salida de una escuela de teatro cuyo currículum cabía en media servilleta: dos papelitos de apenas dos frases en una serie de la BBC y en un telefilme. De pronto, esta desconocida se convirtió en Daenerys Targaryen, la madre de los dragones, y su cuerpo desnudo se imprimió en las retinas de millones y millones de espectadores. Eso, por supuesto, le destrozó la vida. El estrés mayúsculo le causó dos aneurismas. Lo cuenta ahora porque, ocho años después, ya se ha hecho a su condición: ha sobrevivido a su propio éxito, algo que casi nadie consigue.
Me imagino a Pablo Iglesias, fan número uno de la serie, leyendo la historia de Clarke e identificándose con ella en el fin de semana de su regreso heroico, del primer baño de masas tras su guerra de Troya de pañales y biberones en Galapagar.
En su retiro paternal, Iglesias habrá tenido tiempo de meditar que el fracaso también es una fuerza que tritura, deglute y defeca seres humanos, con unos efectos muy parecidos a los del éxito. Perdedores (Netflix) es una serie documental que cuenta historias de deportistas que rozaron un instante de gloria y se estrellaron catastróficamente después. Ícaro, las alas y el sol. La mitología ya lo contó todo, incluso las elecciones españolas.
Parece que los humanos no estamos diseñados ni para el triunfo ni para la derrota, pero tampoco nos consuela la idea de una vida tranquila y discreta, sin euforias ni tragedias. En realidad, lo que no soportamos es la vida misma. No sabemos qué hacer con ella, nos viene grande o pequeña, rara vez vestimos una de nuestra talla, muchas veces es heredada y lleva manchas y costurones de nuestros padres y hermanos mayores, y envidiamos las de los demás porque creemos que, a diferencia de nuestros zarrios, las suyas están hechas a medida. Ni siquiera tirarlas y salir desnudos al mundo nos salva, como aprendió Emilia Clarke.
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