La Historia tomada
Alicia Martín y Fernando Bryce llevan al estand de EL PAÍS una revisión de la idea de cultura. Ella, dislocando las paredes con una de sus esculturas con libros. Él, con dibujos que cuestionan el relato oficial del pasado
Hay algo en los libros que siempre ha fascinado a Alicia Martín y Fernando Bryce. Es algo tan misterioso como ese sonido casi fantasmal que circula siempre por Casa tomada, de Cortázar. Esas historias todavía por contar o esos recuerdos deseando huir para llenarlo todo. Cosas que se amontonan buscando un relato y relatos resistentes a ser explicados del todo. Una voz ventrílocua que habita también este año en el estand de EL PAÍS en Arco. La lectura inmediata es fácil. Son dos artistas que piensan con el papel y están cerca de esos medios de comunicación donde se agolpan todas las historias. Ella, los libros; él, los periódicos. Aunque una mirada detallada nos lleva a un proceso de lectura trastocado. Ambos hablan de cultura, de contenedores de pensamiento, aunque él los reelabora y ella los amontona. Alicia Martín busca en los libros trastocar el significado de las cosas. Fernando Bryce convierte sus obras en mapas simbólicos llenos de dobles sentidos. Ella destripa y él dibuja. Juntos ofrecen un ruido ensordecedor que sale de las paredes de la feria cual habitación tomada por Cortázar, para ofrecer una nueva mirada sobre la historia con la que desenmascarar los discursos oficiales del poder. También del arte.
Alicia Martín (Madrid, 1964) siempre ha llevado un libro encima. Le gusta manosearlo, olerlo, pensarlo. Su dislexia le llevó a aprender a leer al revés y quién sabe si por ello tiende a darle la vuelta a su lectura. Trabaja desde un bonito estudio en el barrio madrileño de Usera, donde la acumulación de libros lucha con la de sus obras. Todo parece una gran escultura gigante de caos calculado. “Son un espejo simbólico de la cultura humana. También objetos de consumo, artefactos con una gran carga antropológica, un medio de comunicación universal. Me gusta el libro como objeto vivo, como objeto que almacena tiempo y que registra espacios. Utilizarlo como material escultórico tiene mucha carga simbólica, ya que me ayuda a crear nuevas ficciones que van más allá de las que de por sí contienen”, explica.
Desde que empezara a trabajar con ellos en los noventa, siempre ha vuelto a los libros de manera cíclica, como las crisis. Siempre le han gustado los títulos usados, por esa idea de que han sido abiertos y disfrutados. Muchos se los compra a Riudavets, el librero decano de la Cuesta de Moyano. La mejor oferta, los de tapa dura y los que saltan a primer golpe de vista. Con él comparte además el carácter tímido y díscolo. Corazas que esconden seres absolutamente sensibles y libres.
Alicia Martín lo es por convicción. Es el precio que ha pagado por alzar la voz ante los peajes invisibles que se supone que convierten a alguien en artista. No callarse ha sido el mejor libro que ha escrito. Eso y mantener una de las trayectorias más sólidas y coherentes del arte español. Desde que rompió en 2006 con una de sus galerías en Madrid, Oliva Arauna, se produjo un silencio en la capital hasta que el comisario Rafael Doctor la rescató en 2018 para reinterpretar la colección del Lázaro Galdiano. Un año antes, junto a Sergio Rubira, revisó todo su trabajo en el DA2 de Salamanca bajo la idea del Palíndromo, esas frases que se leen igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, y que ella domina tan bien. Un juego de recorrer a la inversa, que permite a la artista dejar de leer para descubrir que en las palabras hay formas. Formas puras y puras formas, como sus obras.
En manos de Alicia Martín, los libros dejan de ser libros, o sólo libros, y pasan a ser letras o palabras con las que escribir un nuevo texto. A veces adquieren la simbiosis de los personajes que contienen: habitan espacios, ocupan lugares o parasitan estancias. Es lo que ocurre en Contrapposto, su propuesta para el estand de EL PAÍS en Arco. Lo primero que pensó fue en la estructura de la feria, en su esqueleto físico. Después cuestionó el porqué de ese orden establecido y añadió intensidad a la duda levantando del suelo una pared de nueve metros empujada por libros que ella llama “artefactos”. No es arbitrario que sea sinónimo de artificio y que lo traslade a un contexto de feria. “La intención es el impacto seco que provoca reflexión y que no deja indiferente. No hay reflexiones teóricas aquí, sino un lenguaje plástico con el que dislocar lo que entendemos por feria, remover cuestiones que parecen inamovibles y trastocar el ojo del espectador”, dice.
Me interesa la circulación masiva de imágenes como una moderna estética de las ruinas contemporáneas Fernando Bryce
No está lejos de las obras que engloba bajo la idea de biblioteca: libros que están dentro o que salen, que entran del muro. “Lo importante aquí es el muro, el soporte estructural arquitectónico, que sujeta esos libros, que entran o salen. El muro es la escultura”, añade.
La oposición armónica del estand proporciona movimiento y desencaja la frontalidad. Alicia Martín rompe la simetría aunque manteniendo un equilibrio estable, de ahí esa idea de contrapposto del título. Lejos de buscar nuevos significados, la artista pone patas arriba el orden natural de las cosas para cuestionarlo. Persigue ese estado que domina la intención de vaciar para volver a ordenar, para volver a empezar desde otro punto o para seguir por otro camino. Una búsqueda personal cercana al autorretrato. “El libro es un artefacto de dentro afuera. Es como la prolongación de un cuerpo. Te retrata lo que lees, cómo lo interpretas”. Una Alicia Martín que no ha dudado en llevarse el escritor Jorge Carrión a la exposición Todas las bibliotecas del mañana, que presentó hace unos días en el Koldo Mitxelena de San Sebastián.
La obra de Fernando Bryce (Lima, 1965) también es una suerte de arqueología documental y una investigación visual y crítica de la propia creación de la historia. A veces ayuda a recapitular y otras obliga a mirar con nuevos ojos el presente. Es como una inmensa red de citas elaboradas con textos e imágenes que difícilmente puede operar como lo haría un historiador al uso, sino más bien, como él prefiere definirse, como un bricoleur empírico de documentos de archivo. “Mi modesta tarea -explica- es la de revisar las imágenes y documentos de la historia y presentarlos de otro modo, a través del dibujo, una técnica manual comprendida como práctica reflexiva y paradójica”.
No escatima en sentido del humor. Desde su estudio en Lima, donde se ha instalado dejando atrás Berlín, dice que es un artista metódico, pero no fanático, y reclama su condición de flâneur y la capacidad de errar frente a los acontecimientos. Hasta en eso venera a Walter Benjamin, uno de los personajes a quien ha dedicado más dibujos y que tan bien supo avivar la mística del paseante. Bryce siempre tuvo el paso ligero. El peruano abandera a toda una generación de artistas interesados en el pasado actuando como virtuales historiadores. Un “arte de historia” que Bryce indagó desde los noventa. Para ello, estableció un método de trabajo que llamó “análisis mimético”, es decir, la copia en tinta de una serie de fotografías, recortes de periódico, anuncios, publicidad promocional y propaganda popular, entre otros documentos, extraídos de archivos y bibliotecas. “Me interesa la circulación masiva de este tipo de imágenes, totalmente novedoso como moderna estética de las ruinas, ya no de la Antigüedad, sino del mundo contemporáneo”, dice.
En principio, su intención era realizar un ejercicio sobre la historia del poder y las imágenes en su país de origen, Perú, pero muy pronto la investigación se extendió a momentos y personajes históricos determinantes del siglo XX. La intención era doble: por un lado, rescatar del pasado documentos e imágenes expresamente olvidados de la historia oficial, y por el otro, congelar en el presente aquellos hechos destinados a ser rápidamente olvidados por la estructura mediática del poder vigente. Su trabajo, 30 años después, sigue siendo el mismo: proponer una nueva mirada sobre la historia y descubrir los discursos unívocos de los poderes imperantes. De ahí su quehacer con el dibujo que reclama una nueva imagen al copiar miméticamente esos mapas estadísticos, informes burocráticos y panfletos, y al mismo tiempo convirtiendo la imagen en un nuevo tipo de escritura.
Destripar un libro es una invitación a cuestionarlo. La intención es el impacto seco que provoca reflexión Alicia Martín
Su método de trabajo retuerce el tiempo y cuestiona los discursos hegemónicos del pasado. Lo vemos en la serie To The Civilized World (2013-2014), su propuesta para el estand de EL PAÍS en Arco. Trata de la propaganda relacionada con dos hechos muy concretos de la Primera Guerra Mundial: la destrucción de buena parte de Lovaina por las tropas alemanas, y de su biblioteca, y la destrucción parcial de la catedral de Reims por parte de las tropas teutonas. “Incluyen imágenes y textos de los manifiestos intelectuales de la época, donde, básicamente, franceses, belgas e ingleses acusan a los alemanes de cometer actos de barbarie que los sitúa fuera del mundo civilizado y donde hay dos argumentaciones. Una es poner en duda el concepto de cultura o Kultur alemán, identificándolo con el militarismo y en franca oposición a las leyes de la guerra que la belle époque había logrado con las convenciones de Ginebra y de La Haya. La otra es más benévola: poner en oposición las glorias de la verdadera cultura germánica, la del pueblo de pensadores, con la barbarie del militarismo de la Alemania imperial”, relata.
La disparidad entre los documentos originales y su reproducción desvela la forma en que estamos reconstruyendo constantemente la historia. Esta laboriosa tarea de escribiente la llevó en 2005 a la Fundación Tàpies de Barcelona la comisaria Helena Tatay con la mayor exposición de Bryce en España hasta la fecha. Ya entonces era uno de los artistas peruanos más internacionales y tenía varias galerías repartidas por todo el mundo. Hoy sigue diciendo con el mismo ímpetu que el imperialismo y el colonialismo son los males de nuestro tiempo. Lo hará desde el estand de la galería Barbara Thumm de Berlín con una pequeña serie de imágenes del siglo XX de Perú en revolución. También desde Espai Visor de Valencia a partir de las publicaciones del congreso por las libertades de la cultura. Las grandes páginas siempre por escribir.
Una larga tradición
Alicia Martín y Fernando Bryce se unen este año a la larga nómina de creadores de distintas disciplinas que han desarrollado proyectos a lo largo de los años para el estand de EL PAÍS en la feria. Entre ellos figuran los escultores Cristina Iglesias, Jaume Plensa y Manolo Valdés; pintores como Juan Navarro Baldeweg, Miquel Barceló, Carmen Laffón, Luis Gordillo, Fernando Botero y Eduardo Arroyo; fotógrafos como Alberto García-Alix, Joan Fontcuberta, Leopoldo Pomés o Alberto Schommer; el cocinero Ferran Adrià; el dibujante Max; artistas callejeros como Neko, Nuria Mora, Spok y Sixeart, y creadores referentes de varias generaciones como Liliana Porter, Esther Ferrer o el colectivo cubano Los Carpinteros. También se ha invitado a diseñadores de moda, como Roberto Torretta, Paul Smith o Miriam Ocariz, para crear los uniformes de las personas que atienden el estand. Este año la elegida es Célia Valverde.
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