Se fue Bruno Ganz, el antihéroe de otras épocas
La muerte del actor suizo marca también la agonía de un tipo de cine europeo de autor
Al escuchar la luctuosa e ingrata noticia de la muerte de Bruno Ganz hago memoria de su obra y me asalta la sensación de que también marca la agonía de un tipo de cine europeo que disfrutó de mucho y distinguido público durante los años 70 y 80. Ganz, que era suizo y hablaba con fluidez un monton de idiomas fue el actor más requerido por el cine de autor europeo. Para los sensibilizados y cultos espectadores su presencia implicaba que esas películas poseerían calidad, trascendencia, reflexión. Y, por supuesto, las interpretaciones de Bruno Ganz tenían imán, seducción y casi siempre un punto de tormento. Revelaban, más allá de sus personajes, un intimo y tortuoso mundo interior, zozobra, complejidad psicológica, esas cositas tan prestigiosas. Que están muy bien, aunque a primera vista (y a la décima) yo no las vislumbre en mis actores favoritos: gente como Cary Grant, James Stewart, Robert Mitchum, John Wayne, José Isbert, Marcello Mastroianni... gente así.
La lista de directores europeos con inquietudes artísticas que vieron a Bruno Ganz como el transmisor ideal de los sentimientos que ellos querían mostrar es apabullante. Creo que la primera vez que le vi fue en La Marquesa de O, dirigida por Eric Rhomer, un teatralizado relato de época del que nunca tuve claro si iba en serio o era de broma, a la que recuerdo con cierto encanto. Y me dejó una impresión desasosegante en la mítica adaptación que hizo Wim Wenders del fascinante universo de esa escritora singular llamada Patricia Higshmigh en El amigo americano. El amoral y pragmático Tom Ripley le hacía una oferta a su muy enfermo y desesperado personaje una oferta difícil de rechazar, cargarse a desconocidos a cambio de resolver el futuro a su mujer y a su hijo. Tambien encarnaba dilemas morales y un cerebro tan potente como problemático en la muy curiosa El jugador de ajedrez, que dirigió Wolfgang Petersen.
Con Alain Tanner rodó 'En la ciudad blanca'. Me afectó mucho, pero no he querido volver a verla desde su estreno. Por si acaso.
Continuó su colaboración y su complicidad con Wenders en la mística, pretendidamente lírica y para mi tediosa El cielo sobre Berlín y en Tan lejos, tan cerca, cuando en el cine de este había comenzado una decadencia que acabaría en ruina absoluta, con la excepción de sus documentales. Imagino que Ganz tuvo que decir no a multitud de guiones con pretensiones, pero su filmografía puede alardear de haber trabajado con lo más florido de la época, con muchos representantes de la intelligentsia europea. Con los alemanes Werner Herzog y Volker Schlondorf, la francesa Jeanne Moreau, el austriaco Peter Handke, el griego Theo Angelopoulos, el danés Lars Von Trier, el suizo Alain Tanner. Con este último -un director que siempre me intranquilizó y me conmovió, alguien que habló con inteligencia y sensibilidad del estado de las cosas y de gente tan identificable como acorralada- rodó En la ciudad blanca. Era Lisboa. Por ella deambulaba y vivía un amor sin futuro aquel personaje a punto de rotura que interpretaba admirablemente Bruno Ganz. Me afectó mucho, pero no he querido volver a verla desde su estreno. Por si acaso.
Ganz, con su notable dominio del ingles, tampoco desdeñó trabajar en el cine internacional. Autores tan legendarios como Coppola, Ridley Scott y Terence Malick le reclamaron para intepretaciones breves. Y el gran público le recordará siempre por su perfecta encarnación de alguien tan siniestro como Adolf Hitler en El hundimiento. Ignoro si el trascendente cine que interpretó este hombre habrá envejecido bien, pero su talento y su personalidad son incuestionables.
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