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IDA Y VUELTA
Columna
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Himnos triunfales

Es tranquilizador que España no tenga letra ni canto patriótico: rebajó el espectáculo de banderas del domingo pasado

Antonio Muñoz Molina
Concentración contra el Gobierno de Pedro Sánchez en Madrid el domingo 10.
Concentración contra el Gobierno de Pedro Sánchez en Madrid el domingo 10.víctor sainz

Dentro de todo es una tranquilidad que el himno nacional español carezca de letra. Un himno sin letra no puede cantarse, y esa carencia reduce mucho las posibilidades de emoción colectiva, el fervor de la comunidad exagerado acústicamente por la comunión de las voces, por no hablar del efecto euforizante y ya casi heroico de la ronquera. Los aficionados a la música conocemos bien su capacidad incomparable de sugestión emocional. Cualquiera que participe en un coro de aficionados puede atestiguar el poderío de la sensación de sumar la propia voz al canto colectivo, de sentirse al mismo tiempo disuelto y exaltado en la gran sonoridad común. El coro puede salvaguardar algo de presencia individual en el pluralismo de la polifonía. El canto de un himno tiende a la unanimidad: es la manifestación puramente física de lo compacto del grupo, la metáfora sonora de la patria que se afirma cerrándose sobre sí misma y eliminando toda discordancia, en el sentido musical y político de la palabra, que se parecen bastante. En Indonesia, en 1965, y luego en Ruanda, en 1994, la práctica del genocidio estuvo acompañada y animada muchas veces por grupos musicales. La voz cantante era la voz del verdugo.

Todos los himnos nacionales son temibles, y no solo porque tengan letras amenazadoras y vulgares y músicas de tachunda municipal. El más bello musicalmente de todos es también el que puso banda sonora a la máxima bestialidad: que el himno nacional alemán hasta 1945 procediera del adagio de un cuarteto de Haydn no apaciguó en nada la saña de los nazis que lo cantaban y lo escuchaban con la expresión reverencial con que se escucha una obra de música religiosa en la iglesia.

Este domingo pasado yo cruzaba el centro de Madrid camino de una exposición y me tranquilizaba mucho que el espectáculo de las banderas españolas desplegadas no estuviera acompañado por los cantos de este himno nacional cuya falta de letra confirma el aire de desgana que se desprende de su música. Cantar a voz en grito y agitar la bandera une tanto a los patriotas como agruparse tribalmente contra el enemigo. España, un país que tanto los ha sufrido y los sufre, en sus diversas variedades, quizá tiene en el fondo un recelo o un escepticismo hacia esos fervores, porque nuestros himnos nunca parece que lleguen a cuajar. Cuenta Josep Pla en sus crónicas del advenimiento de la Segunda República que la gente que celebraba en la calle la caída de la monarquía no sabía qué himno cantar. Algunos acudían con más entusiasmo que conocimiento a La Marsellesa, pero, como no se sabían la letra, tenían que tararearla. Pero el entusiasmo de un himno tarareado se disgrega muy pronto, al faltarle la rotundidad de las palabras. El himno de Riego acabó imponiéndose en 1931 de una manera tan improvisada como la bandera tricolor. Es un himno más de bullanga amotinada o verbenera que de solemnidad patriótica. A Manuel Azaña, tan celoso de la dignidad formal de la República, no le gustaba nada. Y además, tampoco tenía letra. La gente lo cantaba en Madrid con estrofas de irreverencia anticlerical y antimonárquica que algunas personas mayores seguían repitiendo en voz baja cuando yo era niño: “Le dice el rey a la reina / que no tenemos corona / pero tenemos unos cuernos / que llegan a Barcelona”.

Con ese nivel de elocuencia no se llega muy lejos. El himno de Riego era alegre y vulgar como una charanga, y a muchos nos emocionaba escucharlo, después de la media noche, con la radio en voz baja y las puertas cerradas, en las emisiones clandestinas de La Pirenaica, en las que sonaba a la vez como el recuerdo de la República perdida y el anuncio de su regreso siempre aplazado. A los niños, en las escuelas, nos enseñaban el Cara al sol y el Montañas nevadas, pero nadie entendía la retórica de aquellas letras ni se emocionaba con aquellas músicas que solo producían aburrimiento. El único fervor de canto colectivo que yo recuerdo es el que se difundió en nuestra clase cuando empezamos a salir en fila del colegio cantando a gritos, nunca supe por qué, “Ay que llueve, que llueve, que ya está lloviendo”, de Manolo Escobar. Entonces sí que braceábamos, acompasando las pisadas, subrayando el ritmo con alegres pisotones enérgicos. Más saludable será cantar coplas de Manolo Escobar que repetir las conmovidas incitaciones al degüello de La Marsellesa o de Els segadors, por poner dos ejemplos.

Cantar a voz en grito y agitar la bandera une tanto a los patriotas como agruparse tribalmente contra el enemigo

Lo malo del patriotismo cerril es que, en vez de provocar reacciones de sensatez y templanza, despierta cerrilismos simétricos. El uso de la bandera como capa de superhéroes, que han perfeccionado tanto los hooligans del fútbol y los del independentismo catalán, lo imitan con bastante solvencia ahora los más jóvenes entre los devotos de la patria española. Observé el domingo que la edad dificulta el mimetismo: las personas más entradas en años, cuando llevaban la bandera a la espalda y ceñida al cuello, parecía más bien que se hubieran puesto una capa eclesiástica, o incluso una toquilla, muy útil por lo demás en la mañana de invierno.

Desde la calle de Goya, en la amplitud caraqueña de la plaza de Colón, en las lejanías de la calle de Génova, se apreciaba un mar rojo y amarillo de banderas, pero el clamor sonoro no estaba a la altura de la vehemencia visual, que volvía irresistible el recurso al añorado adjetivo “rojigualda”. Quizá por eso había algo como desangelado en todo aquello, un éxtasis que no acababa de cuajar, un gentío que no fraguaba en multitud, y eso que un vientecillo oportuno mantenía ondeantes las banderas. En un momento dado, justo cuando cruzaba la calle de Serrano hacia el Museo Arqueológico, fui consciente de ser la única persona que caminaba en dirección contraria y que no esgrimía una bandera. Alguien dijo muy alto, cerca de mí, con una de esas roncas voces masculinas que parecen moduladas para el canto patriótico y las transmisiones de partidos de fútbol: “Qué asco se ve que les da a algunos la bandera de España”. Preferí no mirar y no darme por aludido. Me habría sentido más solo, y hasta más vulnerable, si esa voz individual hubiera sido colectiva y además se hubiera manifestado cantando los versos batalladores de algún himno.

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