Ubérrimos
Una etimología haría derivar el palabro del prefijo alemán über, utilizado para designar algo que posee una cualidad en el más alto grado
1. De vuelta
La primera vez que leí el superlativo “ubérrimo” fue en femenino y plural, y en mi libro de literatura de sexto de bachillerato. El palabro estaba plantado, con la fuerza de su sonoridad esdrújula y tronante —y hoy diríamos que políticamente incorrecta— en el primer hexámetro de la Salutación del optimista, de Rubén Darío: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”. El profesor de literatura nos explicó entonces el significado del intensivo —“muy feraz, abundante, fértil”— e incluso una etimología que lo haría derivar del prefijo alemán über, utilizado y utilizable para designar algo que posee una cualidad en el más alto grado; en este sentido, pienso podríamos decir uberbueno o ubersimpático o ubersexual (y, a sensu contrario, ubermalo o uberborde o uberfrígido).
Volviendo a Darío —que en su poema de 1905 pretendía infundir ánimo épico a su nación adoptiva tras el “desastre” del 98—, la española sería, al contrario que para el señor Torra, “una nación generosa, coronada de orgullo inmarchito”. Como ocurre a menudo con el gran poeta nicaragüense, lo mejor es olvidar la letra —que seguramente hará las delicias de cualquier buen acólito de Vox nostálgico de glorias imperiales— y quedarse con esa extraordinaria música que influiría en la poesía hispánica de las primeras décadas del siglo XX.
En todo caso, no había vuelto a pensar en el superlativo de marras hasta que, a la vuelta de un reciente viaje a Miami, me encontré varado con tres maletas de buen peso en la salida del aeropuerto de Madrid-Barajas Adolfo Suárez sin ningún taxi a la vista, pero con un anuncio de la VTC Uber de tamaño natural (aunque sus vehículos permanecían esfumados por miedo a las nada improbables represalias, o a los perdigonazos, o a los malos modos de los indignados). Hora y media, tres trasbordos de metro más tarde, y un principio de ciática causado por el arrastre de maletas, llegaba por fin a mi casa, con la misma resolución que muchos ciudadanos: nunca más volveré a tomar un taxi, me paso a Uber, al transporte público, incluso al coche de San Fernando —un ratito a pie y otro andando—. Ya sé que no cumpliré mi vengativo propósito más allá de unos días, pero el secuestro al que ha sido sometida la ciudadanía por la casta del taxi —no olvido que la otra también es casta, y con ínfulas multinacionales— ha sido de campeonato.
Los oficios desaparecen o se transforman —ahí tienen la volatilización de centenares de miles de copistas europeos a consecuencia del invento de Gutenberg— y sus miembros y los Gobiernos deben buscar soluciones que vayan más allá del terco mantenimiento ahistórico de sus condiciones de trabajo y sus privilegios monopolistas. Los Gobiernos —nacional y autonómico— que deberían haber regularizado la situación hace tiempo se pasan la pelota, y los energúmenos de un lado se apoderan del discurso: ya denunciaba Eric Hoffer en El verdadero creyente (Tecnos, 1951), un libro injustamente olvidado pero de muy oportuna lectura en esta época de populismos, chalequismos amarillos, taxistas “en guerra”, desconciertos seguidistas en la izquierda o filisteos frotamientos de manos en la derecha, que en el río revuelto de la protesta social se llevan el gato al agua los individuos más extremistas, los que Hoffer llama “verdaderos creyentes”. Y así vamos, que nos vamos.
2. Miami
Suele confundirse Miami con Miami Beach, la de las playas bordeadas de palmeras donde rompe suavemente un mar turquesa de acuarela; la de las teleseries de CSI con colores pasteles, el teniente Horatio siempre mirando de lado y el consabido catálogo de hoteles déco; la de los vertiginosos rascacielos con apartamentos de 500 yardas cuadradas; la de espectaculares mujeres luciendo mínimos tangas de a 50 dólares el centímetro de diseño y de machos alfa con cadenas de oro y musculosos abdómenes bronceados; la de películas cuya acción se desarrolla allí pero fueron rodadas en falsos Miamis lejanos: pienso, por ejemplo, en Con faldas y a lo loco (Wilder, 1959), rodada en San Diego, o en El precio del poder (Brian de Palma, 1983), rodada en Los Ángeles.
Pero hay muchos otros Miamis. El que más me ha interesado es el de la Babilonia hispánica, el sustrato de gente del sur —cubanos, centroamericanos, venezolanos, caribeños, dominicanos— que han creado la Miami del siglo XX. Es una macrópolis que habla español con todos los acentos imaginables, que inventa palabras con natural desparpajo —“goglea el nombre y sabrás la dirección”, me dijo la encargada de una librería—, que come y reza y se divierte o sufre en todas las proteicas formas del español. Ese Miami tiene también su lado oscuro en el que hubo violencia e intriga, corrupción y cocaína, especulación inmobiliaria, prostitución y crimen; una ciudad cuyo nombre figura en las historias que se refieren al asesinato de JFK, al Watergate, a la vergonzosa intentona contrarrevolucionaria de Bahía Cochinos, a las intrigas contra el sandinismo. Ese Miami, cuyas trazas aún existen, lo describió con tintes oscuros Joan Didion en su Miami (1987), un magnífico y sombrío travelogue político —mucho más negro, por ejemplo, que Miami Blues (1984), el estupendo thriller de Charles Willeford publicado en español por RBA— en el que se desvelan algunas claves para entender el reciente pasado de esta macrópolis que recibe a más de 15 millones de turistas al año.
3. Doscientos
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