Hace 80 años, érase una diligencia...
John Ford nos contó que en ese espacio mínimo pueden pasar cosas apasionantes sin que eso te parezca teatral. O sea, puro cine


La legendaria criatura ha cumplido ochenta años esta semana. Se titula La diligencia y es absolutamente improbable que ningún cinéfilo joven (suponiendo que todavía existan) pueda descubrirla en un cine normal o en la programación de las televisiones. Solo en las filmotecas, o a través de esa cosa llamada Internet, donde cuentan que puedes encontrar todo, incluso a Dios. La vi de crío, antes de saber que las películas las hacían los directores y de que el hombre que la había concebido, un poeta que sentía alergia cada vez que relacionaban su arte con la lírica, definía su identidad y su trabajo con un escueto: “Me llamo John Ford y hago westerns”.

Hace muchos años que no retorno a esa historia de espacios abiertos, aunque paradójicamente gran parte de lo que en ella ocurre transcurre en un sitio tan claustrofóbico como el interior de una diligencia, territorio que sigue dando mucho juego al cine. Las últimas entregas de gente tan reputada y moderna como Quentin Tarantino (Los odiosos ocho) y los hermanos Coen (La balada de Buster Scruggs) transcurren parcialmente en una diligencia. Ford nos contó que en ese espacio mínimo pueden pasar cosas apasionantes sin que eso te parezca teatral. O sea, puro cine.
Allí descubrí a una de las presencias más adorables que ha dado el cine. La de John Wayne, ese hombre grande (“ese pedazo de carne”, le definía con cariño el maligno Ford), sin aspavientos, andares mitológicos y del que siempre te podrías fiar, alguien que irradiaba luminosidad, coraje sobrio, protección, humor, determinación, dureza auténtica, profesionalidad, pero también inevitable ocaso, tragedia muda, desolación. Aquí encarna a un proscrito con inaplazables cuentas que ajustar. Le acompañan personajes en los que Ford siempre volcó su comprensión y su cariño. Son perdedores con alma. Una puta en busca de refugio, un pintoresco borracho que ejerce de médico, una embarazada que corre peligro, un derrotado sudista y jugador fullero en posesión de cierto estilo. Y, cómo no, un representante de esa falsa autoridad que Ford siempre detestó, un banquero corrupto y trincón. Su enemigo en viaje tan accidentado, como casi siempre en el western, son los indios, a los que Ford rendiría inaplazable homenaje décadas más tarde en la reivindicativa, amarga y conmovedora El gran combate.
Es raro asociar un western con el blanco y negro. Es el color de La diligencia, al igual que el de otras joyas fordianas que se desarrollan en el Oeste, como Pasión de los fuertes, Fort Apache y El hombre que mató a Liberty Valance una de las películas más elegiacas y tristes que he visto nunca. Pero solo puedo imaginarme en color Centauros del desierto, la búsqueda incesante y febril a lo largo del tiempo del heroico, tenebroso, complejo Ethan Edwards de esa sobrina que fue raptada por los indios cuando era niña, ese empeño épico que no impedirá en el desenlace que Ethan se quede más solo que la una bajo el sol del desierto.

Ford rodó casi todos sus westerns en un paisaje impresionante de Utah llamado Monument Valley, una geografía que llegó a resultarte familiar en la retina. Pero el asombro se multiplica al pisarlo. Yo lo hice después de recorrer ese torrente de belleza que es el Cañón de Colorado. Pero Monument Valley supera lo anterior, los rojizos pero también cambiantes colores de las piedras, montañas y picos que te dejan extasiado. Si el tiempo decide bendecirte y te otorga en el mismo día sol, una tormenta de agua y otra de arena, puedes llegar a creer que esa atmósfera no es real, sino que te ha donado una orgía de mágicos efectos especiales. Pero no, todo era de verdad. También puedes visitar un museo y una casa, atendida por indios, que ocupaban John Ford, John Wayne, Henry Fonda, James Stewart y la familia fordiana durante los rodajes. E imaginas la cantidad de alcohol, risas y confidencias que debió de compartir en la noche esa gente inolvidable. Y me sentí emocionado, me sentí feliz.
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