Sensación de ‘déjà vu’ en la tercera ‘True Detective’
Carlos Boyero vuelve a ‘Babelia’ con su columna ‘Dioses y monstruos’
Al igual que con esas películas que aunque hayas visto cien veces te siguen pareciendo milagrosas, retorno con idéntico placer cada cierto tiempo a las series que encarnaron una edad de oro que ya se ha extinguido. Algunas de ellas mantienen un nivel excepcional de principio a fin, no hay bajones, no hay tiempos muertos, no se estiran hasta el absurdo en nombre del negocio, el estado de gracia es permanente. Y, lamentablemente, existen otras, pocas, a las que le sobran las últimas o la última temporada.
Y no ha existido ninguna (para mí, aclaro) con un arranque tan impresionante como True Detective. Rust Cohle, el tipo más solo y desesperado del universo, alguien de cuya boca salen frases tan atormentadas como lapidarias y que desprende una desolación existencial que podrían firmar Cioran, Beckett, Nietzsche o Schopenhauer, auténticamente duro, implacable en su persecución del mal, poseedor de una insólita y admirable integridad, estalla en llanto mientras que su compañero Martin Hart empuja su silla de ruedas. Cohle está evocando sus sensaciones de niñez al contemplar el cielo de Alaska y su leve esperanza de que la luz esté ganando la batalla contra la oscuridad. El impenetrable guerrero, el ermitaño que solo abandona su cueva de dolor para vengar a los inocentes, está mostrando su alma y sus entrañas. Después de haber visitado Carcosa, o sea, el infierno terrenal, de haber sobrevivido en estado agónico, de cargarse al indestructible Rey Amarillo, insaciable verdugo de niños y de mujeres a la intemperie. Siempre me asaltan las lagrimas al ver esa conmovedora secuencia. Es un desenlace a la altura estética y moral de una serie que formaría parte de los clásicos si hubiese terminado ahí.
El invento pertenecía a Nic Pizzolatto, show runner, productor y único guionista de los ocho memorables capítulos. Y alguien, seguramente él, tuvo la lucidez o la suerte de encargarle la dirección de todos ellos a Cary Joji Fukunaga. Había unidad de estilo, atmósfera sombría, suspense mantenido, un talento transparente para narrar con imágenes y sonidos. Woody Harrelson resultaba tan humano como creíble en el papel de ese policía especializado en cargarse una y otra vez su matrimonio, su único refugio sólido, esa familia que le otorga un poco de estabilidad emocional en medio de su trabajo de tinieblas. Pero lo que hace Matthew McConaughey dando vida, autodestrucción, matices, alcoholismo y redención al trágico y heroico Rust Cohle es una obra de arte.
Y la vida, tan traidora, siguió. Con el choque de trenes, al parecer, entre dos egos tan desarrollados y pletóricos como los de Pizzolatto (también es muy inquietante su novela Galveston) y Fukunaga. El resultado fue el divorcio y que el segundo desapareciera en la segunda temporada. Sustituido por varios directores que no aportaban nada, impersonales, vulgares. Todo era decepcionante, enfático, vanamente intenso, una oquedad con pretensiones de trascendencia, perdedores que no me importan nada ni al principio ni al final. Protagonizada por Colin Farrell, un actor que pone de los nervios, al que pagaría por no verlo, con alguna excepción.
Y acabo de visionar los dos primeros capítulos de la tercera temporada. No siento ningún impacto especial, pero sigo a la expectativa. Tengo la sensación de que Pizzolatto se copia a sí mismo. Todo me suena a ya visto y oído en la primera temporada. Transcurre a lo largo de tres décadas. Y arranca con la investigación de dos policías (uno negro, el otro blanco, no quiero pensar que para democratizar o ampliar el mercado de los receptores) sobre dos hermanos pequeños que desaparecieron misteriosamente. Encuentran asesinado y en posición de estar rezando a uno de ellos. A su alrededor hay muñequitas fabricadas con raíces. ¿Se acuerdan de Carcosa? ¿Anda suelto Satanás otra vez? Sospecho que voy a seguir añorando las tenebrosas andanzas de Rust Cohle y Martin Hart. Ojalá que me equivoque.
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