Cuando la literatura sale de fiesta
Arranca la temporada de festivales, un fenómeno en auge en las dos orillas del español. Juan José Millás relata con humor las frustraciones de un escritor en un certamen imaginario
Hace años acudí a un festival literario en cuyo transcurso murió de un infarto un novelista muy mayor cuya obra tenía un pie dentro del canon de la época y el otro fuera. El pie de fuera le producía una cojera narcisista que disimulaba con denuedo. Paradójicamente, es por el que aún se le recuerda. Tiempo después supe por uno de los organizadores del encuentro que en realidad el muerto se había colgado de la lámpara de la habitación del hotel porque, según una nota manuscrita hallada en su mesilla de noche, le habían dado una habitación inferior a la de un crítico, también invitado al festival, que tenía muy mala opinión de la obra del fallecido. El falso certificado de defunción fue posible porque el congreso se celebraba en un país donde se pueden falsificar los certificados de defunción (en el caso de que no se puedan falsificar en todos). Las autoridades del lugar no estaban dispuestas a permitir que el lavado de cara que para su Gobierno suponía el apoyo a la cultura quedara empañado por el luctuoso suceso.
Ya advierto que si se diera el caso de que yo mismo muriera en el transcurso de uno de estos encuentros de escritores, no se crean la versión oficial.
Escribo precisamente estas líneas tras formar parte, junto a otros dos novelistas, de una mesa redonda sobre Escritura y vida, un clásico de los festivales literarios como este al que he acudido por consejo de mi editorial, pues hace años que no participo de actividades colectivas, sobre todo si me obligan a desplazarme de un continente a otro, como es el caso, y aunque mi agente se ocupe de que viaje en primera. La mesa redonda ha sido un desastre, ya que los otros dos participantes, muy jóvenes, iniciaron ayer por la noche una juerga que se ha prolongado a lo largo del día y se han presentado en un estado deplorable. Como autores de novela policiaca que son, se sienten obligados a mostrar un grado de alcoholismo que quizá no padecen.
Al regresar al hotel, arrepentido ya de mi participación en el festival, me he enterado casualmente, por el chófer encargado de los traslados, de que una de las habitaciones tenía sauna y jacuzzi. De inmediato, he acudido a recepción y he solicitado que me trasladaran a ella tras averiguar que se encontraba vacía.
Si se diera el caso de que muriera en un encuentro de escritores, no se crean la versión oficial
—No podemos, señor —me ha dicho el joven educado, pero implacable, que atendía detrás del mostrador—, está reservada para el premio Nobel, que llega mañana.
—Pero yo ya estoy aquí. He llegado antes.
—Pero usted no es premio Nobel —me ha espetado el recepcionista.
Ante tamaña grosería he regresado a mi habitación lleno de un rencor de clase que se ha traducido en un dolor de cabeza insoportable, provocado por una subida de tensión. Un pico. Por un momento he deseado que me diera un infarto cerebral, para amargarles el encuentro. Luego me he colocado debajo de la lengua un ansiolítico y me he tumbado en la cama a la espera de que la química llegara a través de las mucosas a la zona del cerebro encargada del sosiego.
Entonces he reparado en el aparato de aire acondicionado que se hallaba frente a la cama y que permanece encendido día y noche, pues el calor es el propio de un país tropical. Tras unos instantes de duda, he abandonado la cama con la idea de estropearlo. La tarea no era fácil, pues el hotel es en realidad una antigua casona colonial del XIX, con los techos muy altos. Jugándome la vida, en fin, me he subido a una silla, que a su vez había colocado sobre el escritorio, y he hurgado en sus entrañas con la punta de un bolígrafo hasta conseguir que dejara de funcionar.
Después de colocar el escritorio y la mesa en su sitio y de calmarme un poco, he vuelto a recepción para comunicar la avería.
—Verá —he dicho al joven implacable—, tengo una enfermedad pulmonar a la que este calor húmedo perjudica muchísimo. No puedo estar en una habitación sin aire acondicionado. Me asfixio.
—Tenemos todas las habitaciones ocupadas, señor, por el festival.
—La del jacuzzi está vacía.
—Pero ya le he dicho que la tenemos reservada para el premio Nobel, que llegará mañana.
—Dígale al director que quiero hablar con él —corté en seco, negándome de este modo a seguir negociando con un empleado que evidentemente no era capaz de evaluar la situación.
El director, que resultó ser una directora (problemas de las expectativas excluyentes y de su lenguaje), tardó media hora, pero comenzó a deshacerse en elogios hacia mi persona cuatro o cinco metros antes de llegar adonde la esperaba. Si se trataba de un ardid para neutralizarme, lo logró, pues mi enfado se diluyó bajo aquella catarata de cumplidos que consumó asegurándome que su admiración por mí no tenía límites. Había leído mi primera novela en la adolescencia y desde entonces siempre había esperado con impaciencia la aparición de cada una de ellas. Me pareció una mujer inteligente, como es lógico.
—Debería usted publicar más seguido para no dejar huérfanos a sus lectores durante tanto tiempo. Créame que es un honor recibirlo en nuestra casa. Ojalá que su estancia en el hotel le resulte inolvidable.
Lo malo de todo esto es que enseguida advertí que confundía mi obra con la de otro colega al que, la verdad, no tengo en gran estima. ¿Qué hacer? Si la sacaba de su confusión, malo. Y si alimentaba el malentendido, peor. Decidí no deshacerlo pero tampoco alimentarlo, limitándome a exponer el problema:
—Verá, el caso es que tengo una enfermedad pulmonar que me impide dormir sin aire acondicionado en este clima tan sofocante.
—Pero todas las habitaciones disponen de él —dijo.
—El de la mía se ha estropeado. Tengo entendido que sigue libre la suite con sauna y jacuzzi.
—¡Qué pena, señor! La tenemos reservada para el premio Nobel, que llega mañana —dijo como sin darse cuenta de la humillación que suponía el establecimiento de aquellas jerarquías absurdas entre autores asistentes al mismo festival.
Entonces, como en una revelación, me di cuenta de que no había confundido sin querer mi obra con la de otro autor, sino que lo había hecho adrede, para colocarme en la situación de inferioridad en la que efectivamente empezaba a encontrarme.
—¡Con la admiración que yo le tengo! —añadió con un sutilísimo toque de ironía, que solo una persona con mi rencor de clase y mi experiencia habría sido capaz de captar. Luego se volvió al empleado del mostrador y le dijo que enviaran inmediatamente a mi habitación a un operario para revisar el aparato del aire.
—Hemos enviado dos —dijo el joven implacable, como si dos fueran más que uno.
—Seguro que se lo arreglan enseguida —apuntó ella—. A mí me va a perdonar porque he de atender mil cosas para el cóctel de esta noche.
—¿Qué cóctel? —pregunté.
—El que ofrece el presidente de la república a los escritores del festival y en el que volveremos a encontrarnos. Hasta la noche.
La directora no había confundido sin querer mi obra con la de otro, sino que lo había hecho adrede
No había sido invitado al cóctel, lo que por un lado me pareció una ventaja, porque odio los cócteles, aunque por otro aumentó mi resentimiento, pues era evidente que no gozaba del respeto de los organizadores.
Volví a mi habitación poseído por una calma asesina. En ella encontré a un par de operarios desmontando el aire acondicionado entre gestos de extrañeza.
—Jamás habíamos visto una avería de este tipo —dijeron renunciando a la reparación, pues necesitaban unas piezas de repuesto que tardarían en llegar una semana o más.
—¿Y qué hacemos? —dije yo—, porque con este calor no se puede estar.
—Eso no es cosa nuestra, señor, hable con recepción.
El odio hacia el festival, hacia mí mismo, hacia el hotel, hacia mi agente, mis editores y hacia el mundo entero subió unos grados de temperatura. Creo que empecé a tener fiebre. Tratando de calmarme, volví a recepción para enfrentarme de nuevo al joven implacable.
—Necesito que me dé una solución —dije entre el ruego y la orden, sin perder del todo la esperanza de que me trasladaran a la habitación del Nobel.
—Le daré dos, dos soluciones, porque ya me ha dicho la directora que se trata de un huésped especial. De un uve i pe.
—¿Qué quiere decir uve i pe?
—Very important person, señor.
Me pregunté si se burlaba de mí, pero lo de las dos soluciones me halagó.
—Dígame —dije.
—Disponemos de un aparato de aire acondicionado portátil que solo tiene el inconveniente de ser más ruidoso que el fijo. Pero lo coloca usted un poco alejado de la cama y con unos tapones para los oídos ni se entera.
La solución me pareció vejatoria, pero fingí no advertirlo.
—¿Y la segunda?
—Que comparta usted la habitación con otro de los escritores que han acudido al festival.
Lecturas
Prestigio. Rachel Cusk. Libros del Asteroide, 2018.
El congreso de literatura. César Aira. Random House, 2012.
Del cielo a casa. Hebe Uhart. Adriana Hidalgo, 2013
Los invitados de la princesa. Fernando Savater. Espasa, 2012
—Prefiero la primera —me rendí ante la idea de compartir mi intimidad con otro novelista, tal vez con un crítico.
Como debería haber sospechado, el aparato de aire portátil era en realidad un ventilador de enormes dimensiones encastrado en un mueble con ruedas. Hacía el ruido de un monomotor que trepanaba los oídos pese a los tapones de un material moldeable, semejante a la cera, que por fortuna había guardado en el neceser que me habían dado en el avión.
Me metí en la cama poseído por un odio sin límites, pero sucedió una rareza y es que, a eso de la media noche, el ruido del ventilador se había introducido en mi cuerpo de tal manera que no estaba claro si lo producía yo y se lo transmitía al aparato o al revés. Y ya no se trataba de un ruido molesto, sino de una especie de música siniestra bajo cuyos acordes fui repasando mi vida de escritor y sus miserias, que eran numerosísimas.
De acuerdo, concluyó finalmente una voz dentro de mi cabeza, no has conseguido un reconocimiento literario que ponga a tu alcance una habitación con sauna ni te haga digno de dar la mano al presidente de la república de mierda en la que te encuentras. Quizá tampoco lo merecías. Pero sigues levantándote pronto cada lunes y cada martes para colocar una palabra detrás de otra, segregas aún los hilos gramaticales misteriosos que unen el sujeto de una frase con su complemento directo (cuando la frase es transitiva). Conoces los secretos más íntimos de la hipotaxis o subordinación. Distingues a primera vista una oración causal de una circunstancial, una adversativa de una consecutiva. Podrías gritar aquí mismo, ahora, en medio de la noche, el significado del sintagma “locución conjuntiva”.
¿Se necesita más para vivir?
Decidí que no, que no se necesitaba más y me levanté desnudo como estaba y grité, de pie sobre el colchón, que una locución conjuntiva era un grupo de palabras que equivalían a una conjunción. Lo aullé, más que gritarlo, al ritmo de la melodía proporcionada por la música siniestra del aire acondicionado que en realidad era un ventilador encastrado en un mueble.
Entonces llamaron a la puerta, fui a abrir y eran los dos escritores jóvenes de la mesa redonda titulada Escritura y vida. Volvían borrachos (y no solo del alcohol, según deduje del tamaño de sus pupilas) del cóctel ofrecido por el presidente de la república al que yo no había sido invitado y les habían alarmado mis gritos.
No voy a decir que la vida no me deba algo, pero no era desde luego una habitación mejor que la que tenía
—No pasa nada —dije—, estaba celebrando un descubrimiento de carácter íntimo.
Como permanecieran allí, en la puerta, esperando algo más de mí, los invité a pasar. Se quedaron también en calzoncillos, por el calor, y estuvimos hasta el amanecer hablando de cuestiones sintácticas de las que demostraron un gran conocimiento, pues eran profesores de Lengua, además de autores de novela policiaca.
Aquella conversación nos hermanó, pese a la diferencia de edad y de sensibilidades literarias. Y no solo nos hermanó, sino que me hizo comprender de golpe la mezquindad radical que latía bajo mis demandas de escritor insuficientemente reconocido. Había venido comportándome como si la vida me debiera algo, y no voy a decir que no, que no me lo deba, pero no era desde luego una habitación mejor que la que me habían asignado. Quizá por eso, a la mañana siguiente, cuando la directora del hotel vino a decirme que podía mudarme a la de la sauna y el jacuzzi porque el premio Nobel había excusado su asistencia, le dije que se metiera la sauna y el jacuzzi por el culo porque yo ya había encontrado mi lugar en el mundo, incluso mi lugar en la Literatura, y no necesitaba de más lujos.
—Usted no es el escritor que yo creía —dijo cínicamente.
—Ni usted la lectora que se merecen mis novelas —respondí con expresión de lástima.
Regresé a casa transformado. No voy a decir que sin el rencor de clase que ha presidido mi vida de escritor (quizá mi vida a secas), pero ahora funciona ya como un achaque estacional, igual que el dolor de la rodilla en otoño o la migraña del ojo en primavera.
En cuanto al Nobel que no llegó a disfrutar de la habitación con sauna y jacuzzi, falleció el martes pasado, pobre, subiendo las escaleras de una librería donde le esperaban para darle un homenaje.
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