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TRIBUNA LIBRE
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¿Gallego bruto?

Mi padre era un hombre desbordante de prejuicios, pero todos ellos cayeron ante la discreta cortesía de don Ángel

Centro Gallego de Buenos Aires, en los cincuenta.
Centro Gallego de Buenos Aires, en los cincuenta.CGBA

Llegamos al fin de año que, en mi país sureño, corresponde al verano y las vacaciones. Todo predispone a recordar las de la infancia. Es un tópico tan intensamente gastado que prometo a los eventuales lectores no hablar demasiado de mis aventuras. En aquel lejano entonces, aprendí que los gallegos no eran brutos. No me lo enseñó mi abuelo gallego, porque murió antes de que yo pudiera conocerlo. Además, las anécdotas que repetían sus hijas (mi madre y mis tías) acentuaban el prejuicio sobre aquel inmigrante de A Coruña, agobiado por el trabajo, que decía con desprecio, posiblemente fingido, que las buenas notas obtenidas por sus hijos en la escuela apenas servían para “echarlas al puchero”. O quizás esta era una metáfora que sus hijos no entendieron.

Pero, afortunadamente, a los seis años conocí a don Ángel Naveira. Había sido pescador en Galicia y su madre lo había embarcado hacia América para que no se le muriera “otro hijo en la mar”. Cumpliendo ese mandato, don Ángel le compró, en cuanto pudo, un pasaje a su hermano menor. Dos Naveira se salvaron así de la borrasca y el naufragio. Durante 20 años, don Ángel durmió debajo del mostrador en el almacén de ramos generales que Carlos Dopazo, otro gallego nada bruto, había levantado con su reciente y pequeña fortuna. El almacén estaba en una aldea del norte argentino, que mi padre frecuentaba cuando íbamos a hacer las compras durante los largos meses de las vacaciones. Afable y conversador, don Ángel nos recibía en los escritorios de su ya importante comercio. Mi padre se sentaba allí y comenzaba una conversación de la cual era, muchas veces, el único interlocutor. Yo daba vueltas entre piezas de lona, rollos de alambre, ruedas de molino y latas de conservas mientras esperaba que se hicieran las doce. A esa hora, acompañaba a don Ángel y a mi padre al bar del hotel frente a la plaza. Ellos tomaban su aperitivo de jerez y yo una naranjada con rodajas de salame y pedacitos de queso.

Todos los días, don Ángel y mi padre discutían sobre quién iba a pagar el consumo. Los dos eran invitadores compulsivos, de modo que el torneo se repetía igual e inexorable, ya que los dos también rechazaban la forma más moderna de la alternancia. Siempre uno de ellos se afanaba por adelantarse en el momento de pedir la cuenta. Ambos sacudían las billeteras sobre sus cabezas, ante el rostro del mozo que ya estaba acostumbrado a la escena y elegía a uno o el otro, seguro de que la propina sería buena, viniera de quien viniera.

Don Ángel era la imagen del inmigrante ideal: gallego de módico acento, buen escuchador, sin ningún rasgo pintoresco de esos que enloquecen al racismo y al nacionalismo

Don Ángel, el gallego, porfiaba con mi padre, nieto y bisnieto de argentinos, en un cuadro de competencia entre inmigrantes y criollos. Venciera quien venciera, la porfía terminaba cuando nos levantábamos y don Ángel nos acompañaba hasta el carro, tirado por un caballo tobiano, que nos estaba esperando frente a la plaza.

Mi padre, cuya palabra era santa, siempre decía que don Ángel era un hombre de gran inteligencia. De modo que la idea del “gallego bruto” caía en pedazos frente a esa prueba empírica que mi padre certificaba con la experiencia que yo le atribuía. Pepe, el hermano de don Ángel que se había salvado de la mar, inauguraba mi imagen de cultura gallega con un libro de Rosalía de Castro, del que me leía en voz alta Campanas de Bastabales.

Cuando, por Semana Santa, volvíamos al pueblito, encontrábamos a don Ángel haciendo los preparativos para un “guiso de pescado”, plato que no estaba incluido en nuestras inclinaciones decididamente carnívoras. El pueblito quedaba a 300 kilómetros de la ciudad más próxima. A esa ciudad llegaba algo que don Ángel consideraba alimento premium: bacalao. Supongo que sería alguna forma del pescado seco o salado, ya que nunca vi en esos caminos de tierra camiones frigoríficos. Sea el pescado que fuere y en el estado en que don Ángel lo consiguiera, el Viernes Santo nos invitaba a comer ese guiso que comenzaba a preparar desde la mañana temprano. Ni a mi padre ni a mí nos gustaba el resultado de su esfuerzo; nos daba aprensión la olla con esos pedazos de algo desconocido, revueltos entre otros pedazos de galleta ablandada por el caldo, de donde brotaba un olor que resulta desagradable si antes no se ha aprendido que es agradable. De todos modos, mi padre, que comía como un criollo, se sentaba a la mesa de don Ángel y celebraba con él la ceremonia. Yo la pasaba peor porque practicaba esa intolerancia típica de los niños frente a comidas “raras”. Los niños no son exploradores gourmet, por lo menos en aquella época.

Pero me gustaba escucharlo a don Ángel. Su acento me gustaba. Sobre todo, me gustaba la manera en que él y mi padre, transcurrido el almuerzo, hacia la media tarde, salían a caminar por el pueblo, tomados del brazo. Mi padre era un hombre desbordante de prejuicios, porque, con razón o sin ella, consideraba que su familia vivía desde un tiempo muy largo en Argentina. Sin embargo, esos prejuicios cayeron ante la discreta cortesía de don Ángel. O quizás, don Ángel era la imagen de su inmigrante ideal: gallego de módico acento, buen escuchador, sin ningún rasgo pintoresco de esos que enloquecen al racismo y al nacionalismo.

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