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IDA Y VUELTA
Columna
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Una voz discordante

Cuando Neil Postman inventó el término tecnopolio, aún faltaba mucho para que aparecieran Google y Facebook

Antonio Muñoz Molina
Neil Postman.
Neil Postman.Rudolf Dietrich (Getty Images)

Neil Postman solo tuvo tiempo de asistir al cumplimiento de una parte de sus dictámenes y de sus predicciones sobre la tecnología. Murió en 2003, cuando Internet ya estaba plenamente establecido en el mundo, pero cuando nadie imaginaba todavía los cambios que iban a traer consigo los teléfonos inteligentes y las redes sociales. Hay cosas de las que tal vez sea mejor que los muertos no hayan llegado a enterarse. 2003 era ya en gran parte la época en la que vivimos ahora, pero 1992, el año en que Postman publicó su libro más radical, y también más adivinatorio, nos parece que perteneciera a una edad mucho más lejana de lo que indican las fechas. En 1992 Internet era una rareza limitada a Estados Unidos, y los ordenadores, máquinas de escribir muy sofisticadas que a algunos colegas nuestros de más edad les parecían el motivo de que las personas más jóvenes que ya los usábamos escribiéramos una prosa como traducida y robótica. Todo se olvida muy rápido, pero en aquella época el término “novelas de ordenador” fue muy usado por los más cerriles entre nuestros mayores. En 1993, en un despacho de la Universidad de Virginia, yo asistí por primera vez en mi vida a una búsqueda en Internet, sin enterarme casi de nada. El gran adelanto era que desde aquel confín boscoso de otro continente podía mandar los artículos por fax al periódico. Enviaba cartas en bellos sobres alargados con el membrete de la universidad y con sellos exóticos que alimentaban la afición coleccionista de mi hijo mayor.

Neil Postman sí que sabía lo que estaba pasando. Más asombroso es que también supiera o intuyera lo que aún no había empezado a pasar. Technopoly: The Surrender of Culture to Technology sintetizaba en su mismo título el alegato apasionado que contenían sus páginas, no una denuncia oscurantista ni apocalíptica de las nuevas tecnologías, sino una invitación a la rebeldía ciudadana de no rendirse incondicionalmente a ellas, de examinar con lucidez los dones que traían y también las probables consecuencias negativas que provocarían en cada caso, y sobre todo de no aceptar el poder que aspiran siempre a arrogarse quienes las controlan y más se benefician de ellas. Que el libro llegue ahora a España atestigua su sorprendente perdurabilidad, aunque también el retraso con el que muchos debates fundamentales están teniendo lugar entre nosotros. Que un ensayo sobre las tecnologías aparecido en 1992 merezca ser leído en 2018 sin duda es un indicio de que quien lo escribió tenía ideas muy agudas sobre el presente y el porvenir.

Toda tecnología es a la vez un lastre y una bendición; no una cosa o la otra, sino una cosa y la otra Neil Postman

Hay personas visionarias que ponen nombres a cosas que aún no existen. Al nombrarlas vaticinan su llegada. Cuando Neil Postman inventó el término tecnopolio, aún faltaba mucho para que aparecieran Google, Facebook, Amazon, Uber. También podría haber inventado otra palabra igual de necesaria, tecnolatría, que puede ser útil para nombrar algo que sí tuvo tiempo de conocer y de describir, aunque en 1992 ni siquiera el mismo Postman podía imaginar las dimensiones que alcanzaría. Él hablaba, más moderadamente, de tecnófilos: esas personas que abrazan con entusiasmo sin reserva cualquier innovación tecnológica, y que la consideran un signo irrefutable de progreso, una fuente de beneficios para la humanidad; “contemplan la tecnología”, dice Postman, “como contempla el enamorado a la persona amada: la consideran inmaculada y no abrigan ningún miedo sobre el futuro”. Para el tecnófilo, y más aún para el tecnólatra, la tecnología es una manifestación cool de la antigua providencia divina. Es impersonal, desinteresada, bondadosa. Basta confiarse a ella para que resuelva cualquiera de los problemas de la humanidad, y hasta las imperfecciones de los seres humanos.

Neil Postman viene de esa tradición de disidencia americana que empieza en Thoreau y continúa con los grandes abolicionistas, con Walt Whitman, Emma Goldman, Lewis Mumford, Grace Paley, Jane Jacobs, James Baldwin: defensores de una visión radical y constructiva de la promesa democrática de la Constitución y de la Declaración de Independencia; herederos de los movimientos sindicales, del activismo por los derechos civiles, de la resistencia contra el belicismo y contra el expolio de la naturaleza, de una idea igualitaria y emancipatoria de la educación pública y el conocimiento. Son disidentes con mucha frecuencia solitarios, clamando enérgicamente en el desierto de la conformidad.

“A veces hace falta una voz discordante para moderar el estrépito causado por las multitudes entusiastas”, escribe Postman, escandalizado por la disposición casi universal a celebrar sin reserva cada novedad de la tecnología. Lo que él recomienda no es el rechazo, sino el escepticismo. “Toda tecnología es a la vez un lastre y una bendición; no una cosa o la otra, sino una cosa y la otra”. Si le hubiera dado tiempo a ver la explosión de las redes sociales y su efecto sobre el mundo, Neil Postman habría encontrado confirmaciones innumerables de ese diagnóstico. Un ejemplo muy relevante para él eran los avances en las tecnologías médicas: pueden ayudar a salvar vidas y al alivio del dolor, pero también favorecen la multiplicación de pruebas innecesarias, la deshumanización del trato a los enfermos, el tormento inútil de los que sería más deseable que dejaran morir en paz.

La tecnofilia convierte a los expertos en gurús indiscutibles, cediéndoles una autoridad que corresponde a los ciudadanos y a las instituciones democráticas, entregándoles incluso el control de la enseñanza. En las escuelas públicas andaluzas parece progresista regalar un ordenador personal a cada alumno: en las escuelas privadas exclusivas de Silicon Valley a las que van los herederos de los plutócratas de la tecnología están proscritas las pantallas. Nadie conoce mejor que ellos los efectos nocivos que pueden tener también sus propias invenciones. La tecnolatría convierte en profetas o incluso en dioses benévolos a halcones del capitalismo como Mark Zuckerberg, con su sudadera y sus zapatillas de buen muchacho universitario volcado casi cándidamente a la tarea de mejorar el mundo. Lo que Facebook ha hecho, con su complacencia bonachona, es acumular más poder incontrolado y más dinero que la mayor parte de los Estados democráticos, comerciar sin escrúpulo con los datos de sus usuarios, favorecer la piratería y la manipulación de elecciones y no poner límite, para no perder ni un céntimo de beneficios, a las campañas de persecución xenófoba que se han difundido a través de tan risueña plataforma en países como Myanmar: “Quienes controlan el funcionamiento de una tecnología acumulan poder e, inevitablemente, forman una especie de conspiración contra aquellos que no tienen acceso al conocimiento especializado que pone a su disposición dicha tecnología”. Eso lo escribió Neil Postman en 1992.

Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnología. Neil Postman. Traducción de Adrián Almazán y Sebastián Miras. Ediciones El Salmón, 2018. 264 páginas. 24 euros.

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