_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Monedero contra el rap

Estoy muy a favor del ridículo. Del propio y del ajeno. Sin ridículo no hay espectáculo. Y sin caída no hay redención

Sergio del Molino
Chuty y Monedero entonan el rap del Pequeño Nicolás.
Chuty y Monedero entonan el rap del Pequeño Nicolás.

No se nos cae Rosalía de la tecla, y mientras la mayoría la aplaude y unos pocos protestan, entre puristas del flamenco y desdeñosos en general, se nos está escapando otro caso flagrante de apropiación cultural que no puede quedar sin comentario ni condena. Por Dios, ¿qué le ha hecho Juan Carlos Monedero al rap? ¿Es posible que haya tantos gitanos quejosos de las filigranas payas de Rosalía y que ni un solo hiphopero le haya rimado un par de frescas al exlíder de Podemos?

Voy con los antecedentes, antes de que se pierdan del todo. Monedero tiene un late night en internet titulado En la frontera, en el que el otro día se arrancó a dúo con el cómico Richard Salamanca con un rap sobre el Pequeño Nicolás. Lo hizo en homenaje a su invitado, Chuty, un rapero de verdad que presenció la escena desde el fondo del plató con un aplomo y un hieratismo dignos de un pantocrátor. Pobrecillo. He visto el vídeo una decena de veces y no consigo sacudirme la vergüenza ajena. Monedero, con su chaleco y sus gafas de delegado danés de la Komintern, brinca y desafina al recitar una letra sin pies, cabeza ni gracia alguna, cayendo al fin en el lugar donde tal vez siempre quiso estar y para el que más méritos ha hecho: lo inclasificable. Ni de izquierdas ni de derechas. La transversalidad de Podemos era esto.

Que no se me entienda mal: estoy muy a favor del ridículo. Del propio y del ajeno. Sin ridículo no hay espectáculo. Y sin caída no hay redención. Incluso admiro la indiferencia tozuda de Monedero hacia el qué dirán, pero no dejo de preguntarme si su caída televisada a los infiernos -una de las caídas más lentas, empecinadas y alegres que se han visto nunca- es una metáfora del partido que fundó: de asaltar los cielos a dar saltitos “rapeando” para diversión viral de millennials que ni siquiera saben que la prenda que Monedero lleva se llama chaleco.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_